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O desarrolla sus raíces o muere. |
Trato de imaginar lo que soñaba a los nueve o diez años. Esa
edad donde empiezas a fantasear con lo que quieres ser cuando grande. Nunca
tuve una idea clara como mis hermanas, mi mamá o mis amigas. “Yo voy a ser
esto…”, “yo lo otro…”. Siempre tuve esa espinita de la incertidumbre clavada
sobre mi futuro lleno de neblina.
Tengo 27 años y me despierto sola, voy a la cocina y preparo
un desayuno “de soltera”, tostadas a diario, para ser específica. Si de algo
estoy segura es que nunca me proyecté a mí misma disfrutando de eso. Sentada en
una mesa de metro y medio, que la soledad hace que parezca uno de esos mesones
gigantescos que aparecían en los castillos de las películas que miraba de
pequeña. La mejor parte, hacer soniditos al sorber el café sin que te caiga
el chancletazo por majadera.
Acostumbrada 23 años de mi vida a abrir los ojos con el
“levántate que es tarde” de mi mamá y en cuanto los sentidos se escapaban de la
somnolencia, sentir cómo se inundaba la casa con el aroma a café, tortillas de
huevo, patacones o panes. No había nada mejor. La decisión fue cambiar eso por
seguirle la pista a una decisión que pocos a mi alrededor miraron con
aprobación: el periodismo.
La primera vez que dije en voz alta que quería ser
periodista, no tenía ni idea qué era una sala de redacción, porque para mí “ser
periodista” siempre estuvo ligado con la lectura y escritura. No visualizaba
-aún no lo hago- la palabra pe-rio-dis-ta, así pausada y saboreando cada
sílaba, frente a una cámara o agarrando un micrófono, para mí eso es cualquier
otra cosa. “Si no escribes no me vengas a decir que eres periodista…” pensaba con
esa arrogancia que te da el saber un poco de ortografía y juntar “bonito”
ciertas palabras.
También esa primera vez me
cayeron encima, como una lluvia en agosto, los comentarios fustigadores de “eso
no deja plata”, “te vas a morir de hambre”, “trabajarás como perro” y toda esa
bazofia relacionada al dinero. “¿Y el amor qué? ¿Qué pasa con la felicidad?”,
pensaba esa cabecita postquinceañera. Al parecer poco importa cuando no tienes
dólares en los bolsillos. Hasta ayer, que la funda de panes para las tostadas
estaba casi llena, no me preocupó mucho el dinero. Ya veremos cuando se acaben.
Y así como casi que caído del
cielo, llegó mi primer contacto con una sala de redacción a mis 17 años y empezó toda esta
locura que me ha hecho dormir en el piso, comer arroz con atún o con huevo casi
a diario por temporadas y aprender a volar lejos del nido. El resumen de estos
10 años: no he muerto de hambre, pero sí de felicidad.
Ver publicada tu primera nota, ir
a tu primera cobertura, enfrentarte con la muerte, la tristeza, la felicidad, el
gozo, la desesperación… tener en tus manos el primer ejemplar que editaste,
luego de la noche anterior -en hora de cierre- haber tenido el peor ataque de
gastritis por los nervios de que una letra errática aparezca por allí en alguna
página. La primera vez como editora me excedí una hora al cierre previsto (si
eres editor ya te imaginarás cómo tiemblan las manos). También fue la primera
vez en que siento el miedo más intenso combinado con una alegría exorbitante. Han
pasado tres años desde que al “traje” de periodista se le sumó la capa de
editora y el hueco en el estómago sigue sintiéndose más fuerte cuando hay que
entregar una edición.
Y ese “traje” no precisamente es
de heroína. Un editor casi siempre es un villano, al que todos los periodistas odian cuando lo tienen cerca y
aman cuando se cambian de sala de redacción porque les toca otro más hijueputa.
Son los que joden, los que te cambian los textos sin piedad, los que te gritan…
pero también son de los que aprendes las más grandes lecciones. Lógico no te
das cuenta sino hasta que los has mandado a la mierda psicológica más de mil
veces y los tienes lejos.
Alguna vez me preguntaron si era una editora buena o una
mala. Creo que la respuesta es sencilla: pregúntale a los periodistas. Y en
largo camino escarpado de la formación como periodista-editora, te topas con
diferentes criterios. Está el de “para que te hagan caso debes de gritar y no
dar chance a que te vean la cara de cojuda”, “túmbale esos textos”, “no le
rehagas las notas”, -ese lo he escuchado mucho recientemente- y así, gente
relacionada a la oficio te bombardea con perogrulladas. La más absurda de
todas, a mí criterio, fue “no hay que ser amigo de los periodistas”.
Me pasaron una entrevista de un
cronista colombiano que respondía “el editor es el mejor amigo del autor, el
que te ayuda a quedar mejor con los lectores” y para ser sincera, es la primera
vez que digiero un comentario que me saca una sonrisa con respeto a los
editores de textos o de periódicos. Tengo una debilidad y se llama amor. Me
enamoro de las historias. Y ese sentimiento tan cruel hace que exista esperanza
y la esperanza muchas veces te hace tropezar, pero estoy de acuerdo con la
cita. El editor y el periodista deben casarse con la nota a publicarse y uno
debe ser la luz del otro. En ese idilio de letras, peleas, desacuerdos y
aprobaciones el principal amante es el lector. Es él el que debe recibir las
flores y los chocolates.
Estoy de acuerdo en que como
mejor amigo, un editor no debe mentirle al periodista. Hay que decirle “el
texto apesta, mejóralo” pero dándole luces y lo más importante, confiar en su
criterio, dejar que te responda “no apesta porque…”. Hablar, llegar a acuerdos
y sobre todo, escuchar. Es lo que me ha funcionado a mí con quienes están
interesados en que su publicación sea la mejor de todas.
Porque llega ese momento de tu
vida como periodista en que dejas de pensar en qué te gusta leer o escribir y
solo piensas en qué es lo que le sirve digerir al lector. Los sueños de llenar
el papel periódico con lo que amaste leer en tu adolescencia van cambiando, se
transforman, se mejoran. Llegar con ganas de escribir sobre amor y chocarte de
frente con el odio, pero hacerlo, poner la sonrisa en el punto final. El
periodista no es una modelo de pasarela que va en línea recta. Es un árbol que
no se mueve a pesar de que haya lluvia, sol, nieve o humedad. O desarrolla sus
raíces o muere.
Gelitza
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