Ricardo fue mi primer maestro, uno de los pocos a los que se le puede dar ese calificativo. Cuando cumplí cinco años, mis padres decidieron que toda la familia -que ya no aumentaría más- fuera fotografiada para la posteridad. Contrataron al único fotógrafo del pueblo, fijaron día y hora; la sala fue encerada y adornada y por último, todos pasamos por un baño ritual antes de enfundarnos en la mejor ropa que teníamos. El fotógrafo, una especie de mago de ocultos saberes, compareció puntual, armó su cámara de cajón, nos acomodó a su gusto y cuando todos estuvimos serios y erguidos como militares, disparó su blanca llamarada de magnesio. Me pegué tal susto que volví la cara y el hechicero tuvo que repetir la placa y el fogonazo. Y aclaro: ¡no es que yo sea tan viejo, sino que la fotografía ha evolucionado muy rápidamente! Más tarde, cuando adulto, yo mismo me hice fotógrafo. Primero en la lavandería de mi casa, convertida en cuarto oscuro, luego en los laborat...
sudor, lágrimas, saliva y sangre.