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Ricardo fue mi primer maestro, uno de los pocos a los que se le puede dar ese calificativo. |
Cuando cumplí cinco años, mis padres decidieron que toda la familia -que ya no aumentaría más- fuera fotografiada para la posteridad. Contrataron al único fotógrafo del pueblo, fijaron día y hora; la sala fue encerada y adornada y por último, todos pasamos por un baño ritual antes de enfundarnos en la mejor ropa que teníamos.
El fotógrafo, una especie de mago de ocultos saberes, compareció puntual, armó su cámara de cajón, nos acomodó a su gusto y cuando todos estuvimos serios y erguidos como militares, disparó su blanca llamarada de magnesio. Me pegué tal susto que volví la cara y el hechicero tuvo que repetir la placa y el fogonazo. Y aclaro: ¡no es que yo sea tan viejo, sino que la fotografía ha evolucionado muy rápidamente!
Más tarde, cuando adulto, yo mismo me hice fotógrafo. Primero en la lavandería de mi casa, convertida en cuarto oscuro, luego en los laboratorios de las redacciones y finalmente en el taller de fotografía de la universidad, pasé horas de horas exponiendo y bañando miles de rollos y brillantes cartulinas sobre las que brotaban milagrosamente las imágenes. Pasé de las cámaras de 120 mm a las de 35 mm, de negativos a diapositivas, del bombillo al flash electrónico, del blanco y negro al color, siguiendo una evolución que no lograba quitarle a la fotografía ese aire de magia alquímica surgida de alternar la luz con la oscuridad absoluta.
Durante décadas, los fotoperiodistas cuidamos con esmero esos costosos equipos y sus procedimientos, administrando con tacañería los fotogramas y rechazando amablemente a quienes nos pedían fotos al paso, ya que no había como malgastar el recurso, oneroso para el bolsillo propio o del periódico.
Hoy, muchos años después, las cámaras digitales conviven -¡quién iba a pensarlo!- con los teléfonos de bolsillo; son parte de ellos. Y como todo el mundo tiene un teléfono, resulta que todos, o casi todos, son fotógrafos sin serlo, ya que jamás estudiaron fotografía. Como además, la digitalización permite tomar todas las fotos que a uno le dé la gana y guardarlas, borrarlas o enviarlas a cualquier destinatario en el momento, la imagen electrónica se ha convertido en un hábito maniático y compulsivo, al extremo de fotografiar un ceviche y despacharlo a Barcelona o Moscú en menos tiempo que el que se necesita para comerlo. La gente joven, las mujeres en especial, se toman fotos ante cualquier cosa que les llame la atención: un auto deportivo, un tipo guapo, un caballo de paso o un cadáver tirado en la calle, lo mismo da, y no una, sino muchas fotitos telefónicas. Es el triunfo del facilismo y de la banalidad.
Por: Ricardo de la Fuente
Del retrato al "selfie" es uno de los últimos escritos del periodista argentino Ricardo de la Fuente, radicado en Manta y que fue mi profesor en la Facultad de Ciencias de la Comunicación (FACCO) de la Uleam. Les comparto su escrito como un homenaje póstumo a quien sí lució con honor el título, no solo de periodista, sino de maestro. El texto fue publicado en diario El Mercurio, de Manta.
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