El perfume del amor disimulaba la hediondez amoniacal del desbuchadero donde José Mero vio por primera vez a la mujer de su vida. Entre tripas de pescados y despojos marinos conoció a Orlanda Palma.
Ambos tenían 15 años y la pobreza los juntó en aquel lugar de la playa de Tarqui, Manta, donde la pestilencia laceraba las fosas nasales. Él trabajaba destripando pescados y ella llegaba a regatear el marisco, que a veces no podía pagar.
En lugar de flores, José le regalaba el pescado que guardaba bajo la mesa embadurnada de escamas. Se acuerda y suelta una risita, aún enamorado, con un gesto tímido que ruboriza su rostro tostado por el sol y opaco por el dolor. Nunca, en 38 años, se había separado de su ‘gordita’, hasta el 16 de abril de 2016.
La fecha lo despedaza. Empapa con sus lágrimas la bufanda azul con la que oculta la fístula en su cuello. Recordar aquel día atropella sus palabras. Lo perdió todo: la casa que de a poco construyó en 30 años con ayuda de Orlanda y a todos los familiares que vivían allí con él.
El concreto sepultó a su hija menor María Fernanda, a su nieto Jahir y a la mujer que desde su matrimonio era quien le escogía la ropa para ir a trabajar y la que se empeñaba en prepararle comida que no le hiciera daño porque padece de diabetes.
“Orlanda”, repite derrotado y con los ojos cerrados antes de soltar que esa mujer era todo para él. Tiene 53 años y la sigue viendo como el quinceañero que la enamoró en aquella playa.
Cada etapa de su vida, buena y mala, tiene su fragancia. Una de las más difíciles ocurrió hace tres años, cuando ella ahuyentó el terror que le provocó la noticia de que su enfermedad había destruido sus riñones. “A mí me habían dicho que si se entra a la sala de diálisis, no sales”.
Sintió que se desvanecía cuando le notificaron que debía someterse a este proceso. “Me dijo que nada malo me pasaría”, suspira el pescador retirado, quien ahora acude solo a limpiar su sangre.
Fue su ‘gordita’ la que estuvo a su lado cuando cambió el cuchillo de desbuchar por su propia lancha artesanal. Quería que se superara y mientras él se adentraba en el mar, ella tramitaba algún documento portuario.
“Siempre ha estado allí”, presume mirando la foto del día en que ambos cumplieron lo prometido cuando su amor fecundó en el vientre de Orlanda. Sus tres hijas tenían que educarse y soñar con mejores oportunidades que las que ellos tuvieron.
María Fernanda fue la primera en darles esa alegría, aunque duraría menos de 24 horas. Tenía 20 años y un día antes del terremoto, el viernes 15 de abril, se graduó como Licenciada parvularia.
José clava la mirada empañada en la gráfica donde aparecen su esposa, su hija vestida de blanco con el birrete en la cabeza y su nieto en brazos. Balbucea que su muerte fue injusta, pero “Dios sabe cómo hace las cosas”. Su hija, el lunes 18, debía presentarse en su primer trabajo como profesora. “Estábamos tan orgullosos”, dice con una sonrisa diluida por la pena.
Los planes se desplomaron al igual que su vida, pero él no se rindió. Tenía que volver a levantar su casa y durante casi un año luchó por reconstruirla.
“Ella me enseñó que hay que seguir”, manifiesta mientras trata de partir una sandía para los albañiles que levantan lo que será su nuevo hogar, al que no le emociona regresar porque no estará Orlanda para recibirlo.
Allí soñará con volver a verla, con el mismo deseo adolescente que lo angustiaba cuando ella desaparecía en el malecón, agitando su fundita llena de pescados.
Solos en casa
Juan Flores sintió como el frío de la nostalgia subía por su columna vertebral cuando abrió las puertas de su nueva vivienda, hace un par de meses. El eco de la soledad retumbó en las paredes, pero su amada Alejandrina, también le enseñó a luchar.
Ella quedó sepultada, junto a sus dos hijos, Alexander y Sarita, bajo los cuatro pisos del hotel que administraban en Canoa. El joven, de 20 años y la señora, de 48, no resistieron. Solo la niña, de 10 años, salió con raspones de los escombros, pero decidió mudarse a Quito porque el balneario de San Vicente era sinónimo de dolor.
El hotelero ibarreño, de 44 años, se quedó solo en la tierra en la que se radicó hace cuatro años, y donde cavó la tumba de la manabita que lo enamoró.
“Dios me bendijo mucho con una linda mujer. Con mi hijo, que me enseñó a ser padre y que se fue con su mamá”, los describe y se esfuerza para no quebrar la voz cuando añade que lo único con lo que soñaban era con envejecer juntos.
Ambos se conocieron ‘chiros’ y veinteañeros en Sangolquí (Pichincha) y Alejandrina lo ayudó a levantar aquel hotel, que hace un año se la devolvió muerta.
Sus dedos acarician el borde de un portarretrato que inmortaliza a su esposa y que guarda en una funda de plástico para que no la toque ni el polvo. Su rostro refleja un gesto parecido al de una sonrisa y como si supiera que ella lo escucha, musita que extraña hasta sus gritos.
Lo único que podría reclamarle es por qué lo dejó; por qué no salió con él cuando terminaron de jugar naipes en la recepción, donde horas antes reían a carcajadas.
Le diría que tuvo razón en sus charlas sobre la muerte. Ella le aseguró que si se iba primero, él tenía que aprender a vivir sin ella y no bajar la cabeza. Y aunque le cuesta mucho caminar erguido cuando las lágrimas nublan su camino, la voz de su amada lo guía para que no se tropiece con los escombros que el terremoto le dejó en su corazón.
Gelitza
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