El viento que llega del mar alivia el fogaje, pero se siente como un puñetazo en la nariz. Canoa era un infierno la mañana del 18 de abril del 2016. No solo por los rayos solares que tostaban la piel y la empapaban de sudor, sino por la pestilencia fúnebre, que a ratos, la brisa alborotaba.
Los escasos moradores que pululaban en lo que fue una de las zonas más turísticas de Manabí, aquel día convertida en una escena del cuento de terror más escalofriante, atribuían la peste a los cadáveres que se cocinaban bajo toneladas de concreto y que hasta esa tarde no habían sido rescatados.
El olor putrefacto, que laceraba las fosas nasales, hizo que la familia de Elba Farías recogiera las pertenencias que no fueron afectadas por el terremoto de 7,8 que sacudió al país el 16 de abril del 2016, y las llevara a un terreno junto al cementerio del pueblo, situado en la parte alta de la comunidad del cantón San Vicente.
"Como el sol está fuerte, no íbamos a aguantar la pestilencia", dijo mientras arrugaba la nariz. Su hermano Guillermo Farías se apuraba a subir colchones y canastas al balde de madera del vehículo que los llevaría, desde el centro de Canoa, al camposanto. "Estar aquí da más miedo", sentencia respecto a tener que dormir junto a cientos de tumbas.
En ese lugar se había ubicado un refugio para los damnificados, que también llegaban allí porque le temían al mar y querían alejarse de él. Los que ‘aprovechan’ el hedor eran los miles de rescatistas que aquel día parecían ser más númerosos que los propios nativos de la zona, que habían migrado a los recintos Río Canoa, Río Muchacho, Zapallo, entre otros.
Eduardo Macay llegó junto con los bomberos del cantón El Empalme para retomar las labores de rescate a las 08:00. Observaba cómo una pala mecánica removía el cemento de lo que fue el hotel Mateo. El mal olor que se elevaba junto con el polvo les servía como señal de emergencia de que allí había víctimas fatales del desastre que dejó convertida a Canoa en un campo de batalla.
"La peste puede ser una señal de que bajo una estructura hay alguna persona muerta. Ahora estamos removiendo los escombros para descartar si hay uno de ellos. Esta es una tarea que va a tomar muchos días porque hay que remover todo", informó el uniformado.
A Estélica Leoni le incomodaba también el ambiente mortecino, pero ella no movería un pie de esta localidad del cantón San Vicente. Su vivienda quedó virada y sin seguridades después del sismo. Más le teme al robo de las pocas pertenencias que le quedaron, que a aspirar el aire contaminado.
La familia de Miguel Gil también prefirió quedarse a limpiar los escombros de la casa de sus papás. El hombre llegó desde Quito para apoyar a su progenitor, que se golpeó en la cabeza durante el movimiento de tierra. Movía ladrillos y se tapaba el rostro porque de vez en cuando le llegaba un mal olor. "Es que recién llegó la maquinaria pesada entre ayer y hoy (17 y 18 de abril) y están empezando a mover todo", comentó.
Yenny Carrillo, administradora del hotel Mateo y quien logró salir del establecimiento antes de que se desplomara, presumía que bajo el concreto, a dos días del desastre natural, aún había más de cuatro cadáveres, pero no lo podía precisar porque en el local entraban y salían turistas por la venta de artesanías. "Son personas que han quedado al fondo y es difícil sacarlos", menciona.
En las afueras de lo que fue el hotel Royal, una estela putrefacta quedó tras el paso de los bomberos que cargaban el cadáver de Darwin Ontaneda, María Amparo León y Josselyn Ontaneda. Los cadáveres de la familia, formada por papá, mamá y la hija, de 12 años, respectivamente, fueron rescatados a las 18:30 del pasado lunes. "Los encontraron abrazados, así murieron. El amor los acompañó hasta la muerte. Ahora podemos estar tranquilos", decía calmado Cristian León, hermano de María, mientras otros familiares trataban de acercarse a los cuerpos, pero su estado de descomposición traspasaba los pañuelos que servían para cubrirles la nariz y a su vez, limpiar sus lágrimas.
Aquella mañana, más de 30 féretros arribaron hasta el parque de la comunidad, donados por entidades privadas de diferentes provincias, que servirían para dar descanso eterno a los fallecidos, según explicó Víctor Hugo Zambrano, director del Ministerio de Inclusión Económica y Social (Mies), de la zona norte de la provincia.
Además de las cajas, en ese lugar también se receptaban las donaciones de alimentos, ropa y medicina para los damnificados. Setenta voluntarios distribuían los artículos, que serían llevados a los cuatro refugios que se estaban implementando en Canoa, entre ellos, el que está ubicado junto al cementerio.
Hasta ese día, más de 20 familias preferían tener de frente las bóvedas blancas, a continuar en el ‘camposanto’ en el que se habían convertido las decenas de hoteles, cuyos escombros servían de bóvedas provisorias para las víctimas que enviaban señales olfativas pidiendo que los encuentren.
Gelitza
Esta crónica fue publicada en diario EXTRA en abril del 2015. Para leer más, visitar www.extra.ec.
Los escasos moradores que pululaban en lo que fue una de las zonas más turísticas de Manabí, aquel día convertida en una escena del cuento de terror más escalofriante, atribuían la peste a los cadáveres que se cocinaban bajo toneladas de concreto y que hasta esa tarde no habían sido rescatados.
El olor putrefacto, que laceraba las fosas nasales, hizo que la familia de Elba Farías recogiera las pertenencias que no fueron afectadas por el terremoto de 7,8 que sacudió al país el 16 de abril del 2016, y las llevara a un terreno junto al cementerio del pueblo, situado en la parte alta de la comunidad del cantón San Vicente.
"Como el sol está fuerte, no íbamos a aguantar la pestilencia", dijo mientras arrugaba la nariz. Su hermano Guillermo Farías se apuraba a subir colchones y canastas al balde de madera del vehículo que los llevaría, desde el centro de Canoa, al camposanto. "Estar aquí da más miedo", sentencia respecto a tener que dormir junto a cientos de tumbas.
En ese lugar se había ubicado un refugio para los damnificados, que también llegaban allí porque le temían al mar y querían alejarse de él. Los que ‘aprovechan’ el hedor eran los miles de rescatistas que aquel día parecían ser más númerosos que los propios nativos de la zona, que habían migrado a los recintos Río Canoa, Río Muchacho, Zapallo, entre otros.
Eduardo Macay llegó junto con los bomberos del cantón El Empalme para retomar las labores de rescate a las 08:00. Observaba cómo una pala mecánica removía el cemento de lo que fue el hotel Mateo. El mal olor que se elevaba junto con el polvo les servía como señal de emergencia de que allí había víctimas fatales del desastre que dejó convertida a Canoa en un campo de batalla.
"La peste puede ser una señal de que bajo una estructura hay alguna persona muerta. Ahora estamos removiendo los escombros para descartar si hay uno de ellos. Esta es una tarea que va a tomar muchos días porque hay que remover todo", informó el uniformado.
A Estélica Leoni le incomodaba también el ambiente mortecino, pero ella no movería un pie de esta localidad del cantón San Vicente. Su vivienda quedó virada y sin seguridades después del sismo. Más le teme al robo de las pocas pertenencias que le quedaron, que a aspirar el aire contaminado.
La familia de Miguel Gil también prefirió quedarse a limpiar los escombros de la casa de sus papás. El hombre llegó desde Quito para apoyar a su progenitor, que se golpeó en la cabeza durante el movimiento de tierra. Movía ladrillos y se tapaba el rostro porque de vez en cuando le llegaba un mal olor. "Es que recién llegó la maquinaria pesada entre ayer y hoy (17 y 18 de abril) y están empezando a mover todo", comentó.
Yenny Carrillo, administradora del hotel Mateo y quien logró salir del establecimiento antes de que se desplomara, presumía que bajo el concreto, a dos días del desastre natural, aún había más de cuatro cadáveres, pero no lo podía precisar porque en el local entraban y salían turistas por la venta de artesanías. "Son personas que han quedado al fondo y es difícil sacarlos", menciona.
En las afueras de lo que fue el hotel Royal, una estela putrefacta quedó tras el paso de los bomberos que cargaban el cadáver de Darwin Ontaneda, María Amparo León y Josselyn Ontaneda. Los cadáveres de la familia, formada por papá, mamá y la hija, de 12 años, respectivamente, fueron rescatados a las 18:30 del pasado lunes. "Los encontraron abrazados, así murieron. El amor los acompañó hasta la muerte. Ahora podemos estar tranquilos", decía calmado Cristian León, hermano de María, mientras otros familiares trataban de acercarse a los cuerpos, pero su estado de descomposición traspasaba los pañuelos que servían para cubrirles la nariz y a su vez, limpiar sus lágrimas.
Aquella mañana, más de 30 féretros arribaron hasta el parque de la comunidad, donados por entidades privadas de diferentes provincias, que servirían para dar descanso eterno a los fallecidos, según explicó Víctor Hugo Zambrano, director del Ministerio de Inclusión Económica y Social (Mies), de la zona norte de la provincia.
Además de las cajas, en ese lugar también se receptaban las donaciones de alimentos, ropa y medicina para los damnificados. Setenta voluntarios distribuían los artículos, que serían llevados a los cuatro refugios que se estaban implementando en Canoa, entre ellos, el que está ubicado junto al cementerio.
Hasta ese día, más de 20 familias preferían tener de frente las bóvedas blancas, a continuar en el ‘camposanto’ en el que se habían convertido las decenas de hoteles, cuyos escombros servían de bóvedas provisorias para las víctimas que enviaban señales olfativas pidiendo que los encuentren.
Gelitza
Esta crónica fue publicada en diario EXTRA en abril del 2015. Para leer más, visitar www.extra.ec.
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