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La vida después de la muerte

 

“Mi papá falleció y hasta esta hora no lo recoge Medicina Legal”, me escribió Clarissa Tumbaco, por WhatsApp, a las 18:30 del 23 de marzo de 2020. En la redacción del periódico estábamos todos en modo teletrabajo, pero cuando me llegaba una notificación —por ese tiempo taladraban mi celular con novedades respecto al nuevo coronavirus— me preguntaba si podría llegar en mi bicicleta.

Tomás Tumbaco murió durante las primeras horas de ese día, encima de un colchón verde adornado con flores azules. Era la segunda alerta que recibía sobre la tardanza en la recolección de cadáveres durante la pandemia en Guayaquil. La primera fue el 19 de marzo y se trataba de una mujer fallecida en Sauces 2, en el norte de la ciudad, también con presunción de covid-19. Ese día el levantamiento tardó más de doce horas.

El cuerpo de Tomás estaba en Las Orquídeas, también en el norte de Guayaquil y, según Google Maps, si me hubiera aventurado a pedalear hasta allá desde mi casa, en Urdesa, tardaría una hora con treinta minutos. Como periodista solo me permitía trayectos que no tomasen más de treinta minutos de ida. Al regreso, como civil, aprovechaba para recorrer las desoladas calles a mis anchas y por tiempo ilimitado. Había que aprovechar la ausencia de autos en una ciudad hostil con los ciclistas.

Pensé que cuando llegase al lugar ya habrían levantado el cuerpo. He trabajado en crónica roja desde que empecé en este oficio, y lo máximo que se tarda un levantamiento son 45 minutos en zona urbana. Así que desistí y, a regañadientes, hice la cobertura desde mi casa. “Coronavirus: reclaman atención al MSP para fallecido con más de 15 horas en casa”, anunciaba el titular. Encabezados que luego se magnificaron con el megáfono de la prensa extranjera.

Clarisa volvió a escribirme al día siguiente: “Mire la hora (06:35 del 24 de marzo) y nadie aparece. Mi hermana ya no aguanta estar ahí por el olor”.

Así que no hubiese importado si iba en bicicleta. Incluso, aunque hubiera recorrido a pie los más de quince kilómetros entre Las Orquídeas y Urdesa, el cadáver en descomposición, y seguramente con el virus aún dentro, hubiese seguido allí a mi llegada. De hecho, permaneció cubierto con una sábana rosada por más de veinticuatro horas. El tiempo, al menos para quienes estaban encargados de realizar el levantamiento y protocolo de recolección de cadáveres con presunción de covid-19, parecía no importar.

Su tardanza se basaba, según el Ministerio de Salud Pública, en respetar el protocolo, que implicaba un largo y minucioso proceso que tenía como fin la cremación. Las tres instituciones habilitadas para ese proceso en la ciudad terminaron rodeadas de deudos que empuñaban tickets, en largas filas que no parecían disminuir ni con el paso de las horas o los días de ese abril.

Parte de lo que pasó en Guayaquil ya lo contaron medios de comunicación en todo el mundo. Hubo cuerpos que no fueron recogidos sino tras diez días de descomposición. Algunos permanecieron en ataúdes de atrezo en las veredas porteñas. Y por eso los Madera de Guerrero se hicieron “famosos” a escala internacional durante el aislamiento. También por los protocolos fallidos en el tratamiento de cadáveres, por el colapso de hospitales, por el subregistro de las cifras de fallecidos, por otra escena de película: el bloqueo de la pista del aeropuerto José Joaquín de Olmedo con vehículos municipales, que pudo fácilmente desencadenar otra desgracia.

Con toda esta sobrecarga de información, de mala información, de pésima información, ¿quién carajos no iba a preferir hornear pan casero para olvidar que todo lo que conocíamos estaba colapsando? Unos tuvieron suerte. Hubo quienes podían apagar el televisor y encender el horno, o cambiar de Twitter a Tik Tok para grabarse bailando como JLo, en lugar de leer que se estrellaban avionetas sobrecargadas de dólares.

Yo, que no podía hacer ni lo uno ni lo otro porque tenía que contarle a la gente justo eso que no quería escuchar, me limitaba a disfrutar de mi salvoconducto y de mi bici para hacer recorridos en la inusual y hermosa soledad de Guayaquil.  En el centro solo existíamos las ratas, los chamberos, hacheros, vagabundos y yo. Así comprobé que hasta el confinamiento era un lujo que parte de la población no podía disfrutar. 

  *

Dentro de casa, pequé. Probé, una por una, todas las “modas del aislamiento” que proliferaban en redes sociales con la bandera de un optimismo a veces deprimente. Esas que gritaban: “Mírame, llevo el encierro de maravilla en un hogar donde no me falta nada, pero aun así, quisiera pegarme un shot de cianuro”. Mea culpa.

Mi última moda de cuarentena llegó por casualidad. Como también me “drogaba” con jengibre dizque para subir mis defensas, porque ya sabía yo que mi trabajo me volvía carne de cañón, un pedacito de raíz olvidado en un plato me llevó, a finales de marzo, a tener un huerto en casa. O intento de huerto, para ser más precisa.

El trocito de jengibre se transformó en una masa café con pequeños brotes. Con una búsqueda rápida en Internet, supe que si eso (un rizoma) se ponía en la tierra, crecería una planta. Me vi como a esas caricaturas a las que se les transforman los ojos en signos de dólar, porque desde que este virus apareció gastaba más en jengibre que en libros, y eso ya era un problema.

Ocho meses después, mientras entrevistaba al diseñador gráfico y periodista Bruno Carranza, recordé el momento exacto en el que sembré mi primera planta. Bruno es el creador de EcoRevuelta, un proyecto que incentiva la creación de huertos en casa, el reciclaje, y que ahora es su forma de vivir y recibir ingresos. Él, al igual que yo, tomó tierra de propiedad pública para ponerla en una maceta y empezó a sembrar. En mi caso, como no tenía maceta, la esparcí en una de las dos bandejas que usaba para desinfectar los zapatos en la entrada de mi casa.

Bruno empezó a sembrar por desesperación, por escasez, por rabia, para no volverse loco y para crear vida mientras brotaba la muerte. Sentía, como la mayoría de los que contamos los centavos para distribuirlos en nuestras necesidades vitales, que todos sus recursos se le iban en las compras del mercado. ¿No sintieron también ustedes que el valor de sus canastas básicas (cualquier cosa que para ustedes signifique básico) se duplicó en cuarentena?

Así comenzó el guayaquileño a esparcir semillas sobre cualquier recipiente donde estas pudieran crecer. Y como buen periodista (perdón por el cliché, pero me identifico), lo que más tenía en su casa eran botellas de cervezas y latas de atún vacías.

Bruno plantaba mientras en Guayaquil, el 30 y 31 de marzo, se emitían 722 certificados de defunción: en dos días hubo 113 registros de fallecidos, más que en todo marzo de 2019. En esos días, mientras le escribía a la exministra de Gobierno, María Paula Romo, para que me explicara por qué la cifra de defunciones en el Registro Civil no enlazaba con la que el Comité de Operaciones Emergentes (COE) difundía en sus cadenas diarias, yo también sembraba mis primeros brotes de jengibre.

Horas después de mi entrevista con la exfuncionaria, y recuerdo haber tenido las manos embarradas de tierra porque no podía coger el celular, recibía mensajes del departamento de Comunicación del Registro Civil para pedirme que no publicara aún el reportaje sobre esas cifras que ellos me habían revelado: querían emitir un boletín primero. Una escena de manos sucias.

En fin, mi jengibre murió, pero las plantas que Bruno germinó en su departamento, en el piso doce de una mole de concreto en el centro, dieron como fruto a EcoRevuelta. El proyecto de siembra combinada con reciclaje llegó al puesto doce de quinientas iniciativas sustentables de los Premios Latinoamérica Verde 2020. Este, uno de los festivales de sostenibilidad más relevantes del mundo, premia cada año y da visibilidad a proyectos sociales y ambientales de Latinoamérica, en diez categorías alineadas con los Objetivos del Desarrollo Sosteni ble (ODS) que describen en su página web (www.premioslatinoamericaverde.com).

Lo que empezó como una forma de evitar una consulta psicológica se ha convertido en un negocio para Bruno. Vende plantas desarrolladas, semilleros con brotes recién nacidos que luego se trasplantan en macetas, e incentiva a que más personas le apuesten a la idea de tener su huerto en casa. Se puede, se puede. Lo corroboré luego de visitarlo en su departamento-vivero. Doy fe de que la nueva vida crece verdosa en cualquier lado donde haya agua y peguen al menos seis horas de sol al día.

  *

A más de veinte kilómetros de la casa del Bruno, en Monte Sinaí, al noroeste de Guayaquil, no solo el sol pega con intensidad, también quema el hambre, ese abono potente por el que empiezan las iniciativas más arriesgadas. Aunque ni Leonor, Karina, Vicenta, Morjorie, Yérica, Teresa, Diana o Mariana hayan sentido rugir sus tripas por ausencia de comida, la necesidad que rodea a sus vecinos las llevó a trabajar en un huerto comunitario.

En tres meses, transformaron el terreno árido que rodea la capilla Buenas Noticias de Jesús en un edén. Y sí, debo hablar en términos sacros porque los pepinos, tomates, lechugas, melones, pimientos, rábanos, nabos y hasta mangos, además de crecer en “terreno santo”, parecen tocados por manos divinas. Cuando las chicas me invitaron a recorrer su huerto, a mediados de noviembre, hablaban de sus frutos como Florentino Ariza describe a Fermina Daza en El amor en los tiempos del cólera.

“¡Mire qué bellos pimientos! ¿Ha visto, señorita, tomates tan lindos? Ahora entendemos el trabajo de los agricultores” diría una de ellas más tarde. La empatía y el amor también son un abono, pensé.

Fue Vicenta Jaramillo la que vio, haciendo scroll en la pantalla de su celular, que la Unidad de Proyectos de Zumar del Municipio de Guayaquil capacitaba a familias o comunidades guayaquileñas para que construyeran huertos en sus casas. Los contactó, llegaron y las capacitaron. Aprendieron a sembrar, a hacer abono orgánico y a cuidar a sus plantas de las plagas.

Cambiaron las series de Netflix —volver a ver por millonésima vez Betty, la fea— o pegarse un trago por Zoom por el trabajo de la tierra. Ahora, con decenas de cosechas a sus haberes, piensan en formar una microempresa y hasta un comedor comunitario para ayudar a los vecinos que se quedaron sin empleo y sin comida.

Sobre la tierra se suda y mucho, pero también se ríe. Y vaya que fue un lujo reír en esa época. Antes eran solo vecinas, la tierra las hizo amigas. Llegan allí para chismear, para alejarse de las clases virtuales de sus hijos, de los quehaceres del hogar, de la monotonía que fue para muchos 2020. La tierra las hace olvidar qué pasa en el mundo.

  *

Mi mejor amigo, Ángel, que es psicólogo clínico y al que le ha tocado aguantar mis trastornos derivados del encierro, me dice que este virus nos ha instado a la supervivencia. Que es así de simple. Por eso hubo este común denominador de panificadores, gente fitness, agricultores, motivadores. Potenciaron ciertas habilidades como mecanismo de defensa ante el confinamiento. Convirtieron dinámicas psicosociales en tendencias.

Ángel tiene su opinión formada sobre seguir tendencias y, para mí, entre las más sensatas está la de volcarse a la tierra. Los más románticos dirán que es una forma de volver a lo esencial, a la vida sin tanta parafernalia. Los más prácticos probablemente piensen que es una buena forma de ahorrar y tener comida saludable a su alcance. Los más espirituales estarán felices por conectarse en línea directa con la naturaleza.

Lo más probable es que necesite visitar un psicólogo o una buena borrachera “cuando esto se acabe”. Tal vez porque a la única moda que no me uní fue a la del Tik Tok, que sigo sin entender y sigo sin querer entender. Pero con el resto sí, pequé. Y con lo de los huertos, lo volvería a hacer.


Gelitza Robles


Esta crónica fue publicada en Revista Mundo Diners en su edición impresa y digital de febrero de 2021. 

Link de la publicación original https://revistamundodiners.com/la-vida-despues-de-la-muerte/

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