Hace siete años, Michelle, Roberta y Analy se llamaban Carlos, Robert y Yigmy. Ellas son trans femeninas y también hermanas de Nery, que es gay.
Chelita Cobeña, su madre, no se acostumbra. Aún los llama “mis niños”, en masculino, porque así salieron de su vientre, dice. Chelita se lleva los dedos al rabillo del ojo. Inútilmente represa las lágrimas, que salen a borbotones, y eleva el tono de voz.
“¡No hay nadie en este mundo que esté más orgullosa de mis hijos que yo!”, expresa tan fuerte, que cada palabra estalla en el patio de su casa, ubicada en la parroquia Sosote, del cantón Rocafuerte.
Analy, de 25 años, la escucha ensimismada y también llora. El delineador que se ha corrido de sus ojos mancha sus mejillas de negro. A ella le duele tanto que le digan que no es una mujer y se ahoga en sollozos.
Roberta, de 27, se apresura a pasarle una servilleta para que se arregle el maquillaje y le suelta la broma de “primero muerta antes que sencilla”, para frenarle el llanto. El viento sopla en el patio terroso y le alborota la larga cabellera negra. Se le pega al rostro empapado.
Analy, Roberta, Nery y su madre prefieren contar su historia en aquel espacio lleno de árboles y troncos que sirven de asientos. Ni Michelle ni su padre están preparados para hablar de la particularidad familiar y aguardan dentro de la casa alta de ladrillos.
Fue una tarde de 2011. Analy se apresura a describir el día en que, temblando de nervios, decidió confesarle a sus hermanos “lo que era por dentro”. Para su sorpresa, la respuesta de sus ñañas, que hasta ese momento tenían apariencia masculina, fue la misma confesión.
“Te entendemos, porque nosotras somos así, sentimos igual, nos sentimos mujeres”, le dijeron boquiabiertas. Y no porque la noticia les asombrara, pues en todo Rocafuerte era un secreto a voces la situación de los hermanos Cedeño Cobeña, sino porque la casualidad llegó a juntar en un mismo hogar a tres hermanas transgénero.
La alegría se transformó en terror. Debían contárselo a Yigmy Cedeño, su papá. Pero, ¿cómo decirle a aquel hombre de campo, hosco, frío y del cual pocas veces recibieron un abrazo, que sus tres varones querían verse como mujeres?
“Ironías de la vida”, interrumpe Nery, cuya camisa azul marina desabotonada en el cuello deja ver su pecho velludo. Al único de los cuatro que se le notaban los amaneramientos femeninos era a él. Tiene 26 años y una barba poblada que empezó a tupirse a los 17.
Hasta esa edad, Nery usaba maquillaje y vestía con ropa ajustadísima que lo hacía ver más delgado. “Mi cuerpo era el de una niña, pero me empezó a nacer mucho pelo, sobre todo en el rostro. Llegó un día en el que vi en el espejo, con maquillaje y barba, a un payaso”.
Le horrorizó su reflejo. Confirmó que le gustaban los hombres, mas esto no significaba que tenía que verse como mujer. Fue el último día en el que lució femenino y ratificó su homosexualidad.
En cambio sus hermanas querían todo lo contrario. Convencieron a su padre de acudir a un psicólogo que les preparara el camino para decirle que eran trans. Accedió porque estaban seguras de que él, al igual que el resto del pueblo, también lo sospechaba.
Adiós al peso
No recuerdan cuántos meses pasaron, pero Roberta no olvida ningún detalle de aquel día. El psicólogo les dio la venia y se encerraron en su oficina, un espacio diáfano donde solo había un escritorio y una camilla.
“Somos mujeres, papá. Nosotras no pedimos esto, no lo decidimos, pero es lo que somos”, le dijeron y Yigmy respondió con un puñetazo sobre el escritorio.
Analy escucha y llora. “Ella es demasiado sensible. Somos muy distintas”, la excusó Roberta, cuya calma parece inalterable. Casi.
Olvidó un detalle que le quiebra la voz: cuando el psicólogo se les acercó y les sugirió continuar con las sesiones, para afrontar el cambio físico que las tres iban a sufrir, su padre dijo: “No necesito de un psicólogo para querer a mis hijos”. No hizo falta una sola palabra más. El peso sobre sus espaldas se había esfumado.
Las lágrimas de Analy se secan en su sonrisa. Está agradecida por pertenecer a esa familia y ahora suspira de felicidad. Mira enternecida a su madre y asegura que sin ella no podría soportar las miradas inquisidoras cuando sale a la calle.
Chelita, en cambio, frunce el ceño y murmura que le da rabia la palabra “mariquita”. “Me dan ganas de lanzarme encima de ellos”, se desahoga. Aunque siente mucho coraje, prefiere callar y agarra con más fuerza las manos de sus “niñas” pelinegras, altas, con curvas definidas a punta de hormonas, sin cirugías estéticas.
A su transición, de lucir como mujeres, la llaman “un proceso de respeto”. Para que el cambio no le resultara drástico a su progenitor optaron por hacerlo de a poco: maquillaje tenue, reemplazar camisetas por blusas, redecorar sus espacios... Todo para encontrar el equilibrio y la comodidad que sienten ahora con su apariencia.
Lo único que les empaña la dicha es la discriminación. “Mi papá siempre dice que no va a morir por la diabetes que padece, sino de una mala noticia”, apunta Roberta. Teme que alguna de sus hijas aparezca golpeada o asesinada, como todos esos casos de agresiones a trans que ve en las noticias.
La transfobia es una de las causas de muerte más frecuente de esta población. Según un estudio de laComisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), difundido en 2015, el 80 por ciento de los trans en América Latina muere antes de los 35 años, generalmente por discriminación. La mayor parte de la violencia se origina en el entorno familiar.
Michelle, Roberta y Analy son afortunadas. “Confesar que no te sientes como te ves es tan difícil, pero si tu propia familia lo comprende y lo vive en carne propia, es lo mejor porque hay un apoyo extra”, dice Analy, que quiere ser abogada.
Roberta sueña con convertirse en maquilladora profesional y tener su propia estética. Por ahora trabaja ofreciendo servicios de belleza a domicilio, porque uno de los valores que les ha enseñado Chelita es el de ser mujeres independientes. “Para que nadie me las pueda maltratar”, dice amorosa la mujer que heredó a sus hijas la sedosidad de su pelo.
A Nery lo único que le da curiosidad es el hecho de que todas sus hermanas tengan disforia de género. ¿Será algo genético o mera casualidad? Se ha preguntado. Cree que difícilmente lo sabrá, de lo que está convencido es de que las adora y está orgullosísimo de ellas.
Gelitza
Esta crónica fue publicada en Diario EXTRA el 9 de diciembre de 2018.
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