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El niño que robó mi silla

Él sabía que me iba a enamorar. El amor llega donde no lo llaman. Aparece en forma de mujer, de palabras, de situaciones, de miradas, de ancianos, de niños. Y cuando toma esta última forma, devasta. Es una representación frágil, inocente, llena de sueños, de sonrisas, de euforia, o debería serlo. A mí me conmueve, tal vez porque es algo a lo que todo adulto desea volver.
Ocho años tenía cuando lo vi por primera vez. A esa edad se quiere volar por el mundo, pero Jonny, Jonny a sus ocho años quería irse de él, de su mundo.
Estaba allí sentado, apareció, como el amor que no se llama, pero llega. Un viajero al cual sus ocho años no dejaron ir lejos, pero le permitieron llegar hasta mí. Tuve suerte.
Tomó mi silla en aquel restaurante donde el destino me puso aquel día, y se sentó. No, no se sentó, se aferró a aquel mueble, como un náufrago se agarra a un pedazo de madera intentando salvarse luego de una colisión.
Luego de ver detenidamente a mi usurpador de mirada clavada en el piso, traté de indagar un poco y saber qué hacía allí.
-¿Cómo te llamas? No tuve respuesta.
-¿Y tus papás?
Silencio. Y así cada pregunta con la misma respuesta.
A eso se llama miedo. Y todo su cuerpo, de casi un metro de alto, piel morena, ojos negros y manos nerviosas, estaba lleno de él.
-¿Estás perdido? Hizo un movimiento con la cabeza, y mintió en un gesto afirmativo.
Fingió, y de una forma nada convincente. No estaba perdido, aunque lo deseara con todas sus fuerzas.
Sí, he cometido errores en esta vida, muchos más de los que a una persona de mi edad les corresponden, he alejado a mucha gente por ellos, pero el niño que tomó mi silla quiso estar cerca mío. Se acercó tanto, que no creo que pueda volverse a alejar de mí.
“Si un escritor se enamora de ti, nunca morirás”, dicen por ahí… y Jonny en ese momento se inmortalizó porque yo quise escribir su historia.
“Mi mamá está en el cielo”, rezó el niño, con ese quiebre en la voz único que sólo te da la nostalgia. Apretó sus manos, agachó la mirada. Seis palabras que me dejaron saber cómo sonaba su voz. Con esa frase afiancé mi hipótesis: moría de miedo.
“Si estás perdido, te voy a llevar a tu casa”, traté de aliviarlo, sin imaginar que esas palabras crisparían sus ojos cansados. Lo último que quería Jonny era ir a su casa. Era fácil conjeturar sus ganas de huir.
No eran sus ropas sucias y gastadas, o la mochila que llevaba a la espalda sin nada en su interior, sus zapatos apretados, su estómago vacío. Incluso no eran las cicatrices de sus rodillas, los moretones de sus piernas. Aquellas heridas sanaron, y las que aún marcaban su piel, sanarían algún día. Las huellas en su corazón, en su alma, ésas que difícilmente el tiempo borra, eran las que hicieran tomar aquella mochila vacía e irse sin mirar atrás.
Aquel ser que debía darle amor, sólo lo recibía con golpes. 
Papá: palabra que se pronuncia con orgullo en los labios de un niño, para Jonny estaba lejos de ser motivo de alegría. Él ya no aguantaría más golpes, por eso decidió irse, decidió encontrarme, decidió enamorarme.
Yo buscando escribir un libro de amor y Jonny, con tres palabras cinceló ese sentimiento en mi ser, como tinta que se inyecta la piel y la tatúa. “No te vayas”, me dijo, cuando debía dejarlo físicamente. Él no sabe que parte de mi corazón se quedó con él, y lo que tampoco sabe es que me salvó.
Jonny, de ocho años, me rescató del egoísmo, del mundo vacío, de las falsas realidades. Me salvó de la banalidad, del sufrimiento sin sentido. 
Su rostro lleno de marcas me  esbozó una sonrisa, sus ojos tristes me regalaron la mirada más hermosa de este mundo. El niño que tomó mi silla, también tomó mi corazón.


Gelitza



Fotografía: Camilo Andrade Vera

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