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Ser estríper, su regalo de 18 años

Los dedos fríos y temblorosos de Kathalina Marín se escurrían sobre el tubo de un cabaré del norte de Guayaquil, igual al sudor que chorreaba sobre su piel blanca. Era 1 de agosto de 2015 y bailó como nunca antes.

El erotismo brotaba de sus poros en cada contoneo, y las miradas hambrientas de deseo la devoraban. Su show apenas duró cinco minutos. Fue tiempo suficiente para encandilar con su belleza, no solo a los clientes del night club, sino a los propietarios que, sin pensarlo, la contrataron como bailarina erótica.

Han pasado tres años y aún la ensordecen los aplausos y chiflidos de aquella presentación. Fue su primera vez, la que la dejó desnuda, con la tanga repleta de billetes y con el corazón acelerado de felicidad.

Ese día cumplía 18 años. No quería fiesta, pastel, salidas, nada. Lo único que necesitaba era acudir a ese burdel. Allí mismo, donde meses antes la echaron cuando fue a pedir trabajo, porque era una adolescente.

Ahora era diferente. Al fin tenía la mayoría de edad que le permitiría cumplir con su sueño de ser estríper. Ese deseo que empezó a bullir dentro de ella desde que descubrió que su mamá también lo era.

“Ella nunca me empujó a esto, ojo. De hecho, nunca me lo confesó. Yo solita lo descubrí a los ocho años y me gustó lo que veía”, aclara la venezolana de 21 años.

Nació en Caracas, donde vivió con sus abuelos porque sus padres viajaban constantemente. Siempre pensó que la ausencia de su madre se debía a que laboraba en lo mismo que su papá, como comerciante. Pero era una artista de la sensualidad.

Todo cambió un día en el que encontró su ropa de trabajo. Ató cabos, empezó a averiguar y a prestar atención a las mujeres que llegaban a casa: estadounidenses, españolas... eran hermosas, independientes, exóticas y llenas de tatuajes. Esto último le fascinó.

A los 13 ya tenía el cuerpo grabado para siempre. Se había mudado a Ecuador y la tinta se inyectó en su piel al mismo tiempo que el amor se metió en su corazón. A esa edad también perdió la cordura y la virginidad.

Se enamoró de un muchacho de 14. Tanto, que quería escaparse con él. “Dónde, no lo sé”, se muerde los labios y deja escapar una carcajada. Esto le costó regresar, obligada por su padre, a Venezuela hasta que se le pasara la calentura.

Siempre ha sido impulsiva y jamás la ha frenado lo desconocido. Entregó su cuerpo sin siquiera saber qué era el sexo. Fue igual al día en el que bailó por primera vez, cerró los ojos y solo se dejó llevar.

“Ahora yo lo domino todo”, vuelve a reír y menea su torso a ritmo de una canción de trap que sale estridente de su celular. Se enrosca como una serpiente en la habitación oscura. Gira sobre el fierro gélido, que termina ardiente entre sus piernas y continúa con su relato.

El tiempo perfeccionó sus movimientos y Kathalina se convirtió en Abril, la nudista que nace cada noche cuando cruza la puerta de un centro de diversión nocturna en el Puerto Principal. En aquel sitio se transforma en la tentación de quienes se relamen por sus caricias.

Una semana después de su debut, descubrió que la vida nocturna era más que solo estriptís. Luego de que bajaba del tubo, decenas de caballeros la rodeaban como abejas a la miel y con ofertas económicas mucho más dulces.

A pesar de que el sexo a cambio de dinero no estaba entre sus planes iniciales, calculó que con esto sus ingresos se multiplicarían. “Abrí los ojos y dije ‘si ya estoy aquí, vamos a barrer con todo’”, recuerda entusiasmada.

Aquella noche practicó frente al espejo cómo tenía que hablar, negociar y dirigirse a sus futuros clientes. También le impuso cuatro reglas a lo que ella llama su empresa: no meterse en la vida privada de los clientes, no contestar sus llamadas fuera del trabajo, priorizar la salud y cobrar por adelantado.

Pasaron los días y, a pesar de que su decisión estaba tomada, no se animaba a salir del brazo de nadie. Ocurrió siete días después cuando uno de los hombres más atractivos que ha visto se le acercó y la invitó a irse con él.

Primero le respondió que no, porque temía de su inexperiencia en el negocio. Era muy guapo y no quería engancharse. No obstante, los 450 dólares que le puso enfrente la llevaron a una habitación de hotel.

“Me dijo que en su departamento no, porque era casado”, evoca aquella frase porque es la que hizo que entendiera que iba a trabajar y no a divertirse, ni mucho menos a enamorarse.

Una vez estuvieron a solas, él le pidió que le bailara como lo hacía para el público. Se esmeró por acelerarle el pulso con su danza, hipnotizarlo con su sensualidad y hacer que sus ojos la recorrieran.

Al mismo tiempo pensaba en qué haría luego, cómo lo tocaría, qué permitiría y qué no. No iba a hacer el amor como otras veces. Esto era un cambio comercial.

Sin embargo, no tuvo que esforzarse cuando se apagó la música. El galán se quedó dormido en pleno espectáculo. No le tocó ni un pelo. Abril aprendió algo nuevo. No todos los hombres que pagan por su compañía buscan sexo.

“A veces hay tipos que te buscan porque quieren seguir conversando contigo. Terminas siendo amante, psicóloga, bailarina, amiga...”

Así empezó su camino como dama de compañía. Le pagaban por ir a comer, al cine, de compras y la sexualidad tomó diferentes matices para Kathalina.

-¿Con cuántos hombres te has acostado desde entonces?

“(Risas) ¡Uy! Esto es como cuando te subes a una balanza y los números se disparan”, bromea sin precisar cuántos se han embriagado en el perfume de su regazo.

En cambio, solo tres hombres han traspasado su cuerpo y tocaron su alma. Uno fue aquel niño del que se enamoró a los 13 y al que le dio su inocencia. El segundo, la hizo sentir placer sin dinero de por medio, pero la muerte lo arrebató de su lado. Y el tercero es su actual novio.

A este último, antes de abrirle las puertas de su vida, le advirtió que no renunciaría al night club donde labora, ni a su oficio de bailarina erótica. Él aceptó, con la condición de que dejara de ser dama de compañía.

Kathalina estuvo de acuerdo porque ya esto le había servido para ganar suficiente dinero y cumplir otro de sus objetivos: ser azafata. Pero antes, a su puerta llegó una oportunidad que no dejaría escapar.

Pasó una noche. Un empresario llegó al local donde labora y su sonrisa y espontaneidad lo atraparon. No era usual ver a una mujer que disfrutara tanto de desnudarse sin cohibiciones. Se le acercó y le propuso trabajar en el Barrio Rojo, de Ámsterdam.

Había escuchado hablar de ese lugar en Europa, de su liberación con respecto a la diversión sexual. Iría a parar a una de aquellas vitrinas iluminadas con luces de neón coloradas, donde las más guapas trabajadora sexuales de todo el mundo se exhiben como muñecas de carne y hueso en sus cajas de regalo.

“Solo estoy esperando a que me salgan los papeles”, dice sin disimular su júbilo, porque este viaje significa su crecimiento en una actividad que no ejercerá para siempre, pero en la cual quiere llegar muy alto.

No había sentido una alegría parecida desde que descolgó el teléfono hace un par de años para contestar una llamada de larga distancia. Era su mamá, desde Suiza, donde tiene su propio club nocturno.

“Me preguntó si estaba trabajando de bailarina erótica y le dije que sí. Hubo silencio, sentí que se le quebró la voz, pero luego me dijo que esperaba que estuviera cobrando como me merecía y que supiera administrar mi empresa”.

Colgó con el corazón bombeando un coctel de emociones y le dio tiempo para asimilarlo. Sabe que, a pesar de amar lo que hace, es una profesión salpicada de miedo y nostalgia.

Ella misma se acongoja cuando piensa en los que la juzgan, en quienes no entienden que la inquieta y risueña Abril es su rayo de sol cuando cae la noche.

Gelitza

Este relato es parte de un seriado de Diario EXTRA (www.extra.ec) llamado 'Enciende la luz', en el que se cuenta cómo la sexualidad incidió en el destino de sus protagonistas. Este fue publicado el 6 de septiembre de 2018.




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