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¡La Boca está loca de amor por Emelec!

Las largas pestañas de Jeanpierre estaban empapadas. Lo vi llorar en cuatro ocasiones: cuando Emelec metió el balón tres veces en el arco de Barcelona; y la última, cuando el árbitro Carlos Vera dio un silbatazo final que supo a gloria para los más de 25 mil corazones azules que latían al unísono en el Capwell el pasado domingo.
A las dos estrellitas azules que dibujé en su terso rostro canela de ocho años las habían borrado las lágrimas de alegría, y los besos y abrazos que recibía de Henry Sánchez, su papá.
Al igual que Jeanpierre, era mi primera vez en el estadio de Emelec y fuimos a parar donde “es todo”, como me dijeron cuando llegué a las 13:00 a la general de la avenida Quito, donde “hace harta bulla” la Boca del Pozo; la barra que pregona estar loca, aunque yo diría que esta reloca de amor por el triple bicampeón del país.
Mis oídos tuvieron que adaptarse a los más de 50 tambores, bombos, trompetas y platillos que acompañaban a las miles de voces que coreaban “Vamos, vamos Emelec, hoy te he venido a alentar...”. El niño agitaba el globo azul que tenía en su mano derecha y coreaba cada una de las canciones.
“Es hincha desde que nació y es su primera vez en el estadio”, me dijo su papá, quienes estuvieron desde las 08:00 haciendo fila afuera del Capwell para ver la final del campeonato ecuatoriano de fútbol que se jugaba entre Emelec y Barcelona, en una “Caldera” repleta de pasión azul.
A las 14:00 ya no se podía poner un pie en la general, que en ese momento bailaba con “Solo le pido a Dios, que Emelec no se vaya de mi mente, que la Boca del Pozo esté presente y que sepan que los quiero hasta la muerte”.
Una hincha, a pesar de estar entretenida con un encebollado, bailaba y alzaba la tarrina; salpicando el “caldito” que llenó con olor a cebolla y pescado parte de las gradas. “Oe, pasa”, le gritaba otro compañero mientras doblaba la tapa a la mitad y la usaba como cuchara.
Al menos ellos probaron bocado y saciaron el hambre antes de que la locura empezara. Aunque la verdad, a pesar de no haber ni desayunado ni almorzado, era lo de menos; porque cuando salieron a la cancha los jugadores del “Bombillo” para calentar, la fiesta se encendió más y la adrenalina reemplazaba el hambre y la sed por felicidad.
Eran las 15:00 cuando el graderío vibró con los saltos de la Boca del Pozo.
Jeanpierre señalaba con su dedito a José Villegas, que pasaba de largo por la fila donde yo estaba sentada. El hombre tenía dos tatuajes, pero a diferencia de los cientos de escudos de Emelec, bombillos, rayos y frases alusivas a los eléctricos que tenían los hinchas en su piel, José los lucía en la cara.
“Y aquí me voy a tatuar ‘Bicampeón 2014’”, gritaba el emelecista de unos 50 años mientras su índice recorría su frente. En su mejilla izquierda se leía “Emelec campeón” y en la derecha estaba dibujado el escudo eléctrico.
El hombre se alejó de las gradas, sorteando los torsos sudorosos y apretados.

¡EMPEZÓ LA LOCURA!

Faltaban solo 20 minutos para que empezara el partido y Konan abrazó y besó a su esposa. El emelecista, de 34 años, estaba sentado junto a Jeanpierre y su papá, justo detrás mío. La primera vez que vio un partido de Emelec fue a los siete años y el domingo hizo madrugar a Lorena, su mujer, para que fueran al estadio.
“En la Boca del Pozo estoy desde los 14”, decía emocionado, mientras reía y se acordaba de las “grandes” que le hizo a su esposa cuando eran novios; “todo por Emelec”.
“Una vez llegué borracho y lleno de pintura azul a la casa y ella me abrió la puerta escondidita para que durmiera ahí”, reía y al mismo tiempo se levantaba la manga de la camisa para sobar su tatuaje del escudo azul.
El grito de “Graziani”, otro hincha que estaba a dos metros de nosotros, hizo que detuviera su relato. “¡Faltan 10 minutos, canta, abre bien la boca, grita y salta!”, decía el hincha de pelo largo, cuyo sudor recorría su cuello de venas brotadas.
Cuando Carlos Vera pitó el inicio del encuentro, los destellos de las antorchas, el humo y los gritos llenaron el ambiente. Las baquetas se estrellaban con más fuerzas contra el paño de los tambores y tuvimos que esperar solo 21 minutos hasta que Ángel Mena provocó que tuviera ganas de llorar de alegría.
Parecía increíble, la alegría del primer gol era indescriptible. Jamás pensé emocionarme hasta sentir que el llanto quería salir. Miré a mi alrededor y fue la primera vez que vi a Jeanpierre sollozando. Su papá y otros hinchas lo acompañaban con miradas al cielo y sus palmas juntas tapando sus rostros.
Nadie se conocía, pero en ese momento todos fuimos “panas”. Nos dimos fuertes abrazos y empapados del agua que salía a chorros de las botellas y fundas que agitaban en el aire.
Era una euforia que solo menguó en el entretiempo, donde todos se convirtieron en comentaristas deportivos.
El segundo tiempo empezó con el doble de energía, que explotó dos veces con los “regalazos” de Miler Bolaños cuando faltaban pocos minutos para el fin de una fiesta que se recordará de por vida.
El clímax llegó a su punto más alto cuando finalizó el encuentro. Giré la cabeza y Jeanpierre ya no tenía lágrimas. Su sonrisa era un contagio de alegría. “¡Emelec ya es campeón, Emelec ya es campeón!”, gritábamos todos.
Luego sentí un brazo a mi alrededor y una voz me dijo: “Oiga, usted ha sido el toque de buena suerte. Ahora debe venir siempre al estadio”. Sé que más que una certeza, es el sentimiento de alegría y camaradería único que tiene la Boca del Pozo, pero lo que sí es seguro es que para Jeanpierre y para mí fue una primera vez gloriosa, ¡eléctrica!


Gelitza
Guayaquil

Nota publicada el 23 de diciembre del 2014 en Diario Extra, diario de circulación nacional de Ecuador. http://goo.gl/YWgsUu

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