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¡Las dos "cruces" de Vilma!

Las lágrimas de Vilma aparecen apenas abre el grifo adaptado al extremo de una manguera. Es como si sus ojos se coordinaran con el chorro de agua que cae sobre la cabeza de su hijo Roger.

“Cristo te ama, yo te amo”, repite e inmediatamente le pide que tome jabón y se frote su rostro en el que no aparece gesto alguno. Roger tiene 30 años, pero su mente es la de un niño recién nacido. Con la mirada perdida acierta a enjabonarse y quitar de su piel los restos de sus propias heces fecales con las que sin voluntad se ensució. Su razón se perdió  hace más de 13 años, cuando a su puerta tocó el fantasma de las drogas.

Hasta los 17 años, Roger era un adolescente que soñaba con ser policía, al que le apodaban “Kaviedes”, porque según Vilma era excelente para el “peloteo” en su barrio al oeste de Guayaquil. El semblante apagado de la mujer, de 47 años, cambia, se transfigura cuando recuerda a su niño guapo de ojos café claros, el que hacía suspirar a las mujeres antes de chocarse de frente con la marihuana y la base de cocaína. La señora ríe y sus pupilas brillan porque está convencida de que su Roger regresará de las sombras.
A los 16 años, aún reía, lloraba, hablaba, corría por la calle Argentina, que ahora ve a través de los barrotes de una improvisada “celda” de menos de uno por dos metros, que Vilma tuvo que construirle hace siete años, para que no se lastime, ni dañe a su familia en sus ataques de agresividad. “Una vez tomó un cuchillo y quería atacarnos”, menciona y suspira hondo para evitar que las lágrimas vuelvan a salir.

Allí duerme, come, se baña y hace sus necesidades, desde que un supuesto martillazo en la cabeza hiciera que su cabeza desvariara desde que cumplió la mayoría de edad. 
Vilma recuerda ese día con horror. Roger tenía 17 años y ella recién se enteraba que su hijo era consumidor desde que tenía 16. Hizo lo que pudo para luchar contra el vicio de su vástago, pero “la droga me ganó”.

El en ese entonces adolescente robaba en su propia casa para consumir, hasta que una tarde llegó una pariente de Vilma a acusar al joven de hurtar un DVD de su domicilio. A pesar de que a Vilma le pareció extraño, no pudo negarlo, pero la furia que tenía la presunta ofendida le hizo vivir a Vilma el peor día de su vida.

Trata de precisar los detalles y llora. Solo recuerda que alguien la agarró del brazo para que no pudiera defender a su hijo y su propia pariente tomó un martillo y, según Vilma, le pegó en la cabeza hasta dejarlo como está: ido del mundo.

Cuando recibió los golpes, Roger estaba drogado y solo alcanzaba a cubrirse inútilmente el rostro. Desde ese momento, la vida cambió para Vilma, el joven y sus otros seis hijos, que comparten el pequeño domicilio donde se mezcla el olor a comida, a desinfectante y de vez en cuando a excremento, que es la señal de que a Roger le  toca otra cita con la manguera.
En ese pequeño espacio donde se asea también duerme sobre unas tablas, porque según la señora, Roger se come los colchones que ha colocado, al igual que todo lo que cae en la “celda”, por eso hay que limpiarlo apenas sienten que el hedor invade la casa de mixta de dos pisos, de paredes cuarteadas y con la pintura desgastada, que ahora está en una presunta pugna hereditaria con sus hermanos, otra cruz que debe cargar Vilma sobre su espalda, pues tema quedarse sin un lugar donde vivir.

Las drogas tocaron de nuevo su hogar

Así pasan los días para Vilma, alternando el cuidado de su hijo con la elaboración de corviches u otros platos para vender y sustentar el hogar que dirige sola, y al que por segunda vez volvió a rondar el mismo fantasma que arruinó su vida hace más de una década.

Un frío helado recorrió su espina dorsal cuando su hija “Ximena”, de 16 años, confesó que inhalaba la droga “H” hace dos años.
Tenía 14 años cuando su nariz se volvió un pasadizo para que el derivado de la heroína se apoderara de su vida durante casi todos los días. “Ximena” comenta que lo hizo por influencia de una amiga, a la que le daba 50 centavos para que la deje consumir de su “paquetito”, que compraba por 5 dólares, según explicó, dentro del colegio al que asistía.
Debido a su adicción dejó de estudiar y se quedó en el tercer año de bachillerato, porque la mayoría del tiempo consumía dentro de la institución, “cuando íbamos al baño, cuando no iban los profesores, a la hora de ingreso...”.

Su obsesión por la droga la hizo fugarse de su casa en cuatro ocasiones. Aún está atada en la cama de su dormitorio, una cadena con la que Vilma tomó la dura determinación de sujetarla para que no volviera a irse de casa y consumir.
“Ximena” dice que hace un mes no prueba el alcaloide. Sus omóplatos sobresalen en su espalda y forman un surco en el que resalta el tatuaje de una cruz. Su delgadez es la testigo de su adicción, a la que dice convencida que no regresará, porque notó que todos los regaños y llantos de su mamá eran para alejarse de la “enmonada”, o el síndrome de abstinencia que sintió como propio cuando lo vio en un amigo suyo: ese día dejó de consumir.

Fue en su última fuga de casa, era de noche y ella regresaba de comprar “H” cuando vio a un amigo retorcerse en el piso porque no tenía dinero para comprar un paquete que le calmara la tembladera, la ansiedad, el dolor...
“No quiero que eso me pase a mí”, repetía sentada sobre la cama a la que estuvo encadenada durante aproximadamente cuatro meses y de la que logró escapar engañando a su hermanita menor para que la soltara.

“Decía que se iba a morir, que la dejaran ir”, menciona Vilma, quien dice sentir la fuerza de un ser superior que hace siete meses le “habló” mientras iba en un bus. Sintió que era Dios, y desde entonces decidió encomendar el peso de sus cruces a Cristo.
Ahora solo quiere ayuda mientras espera el milagro de que la conciencia de su Roger y de que “Ximena” cumpla con su palabra de no volver a abrirle la puerta a las drogas.
Su anhelo ahora es que algún instituto psiquiátrico o especialista acoja el caso de su hijo, porque la semana pasada el Ministerio de Salud Pública los visitó, y explicó, están ayudando a la adolescente a desintoxicar su organismo. Comenta que hace varios años internó a su hijo en el Instituto de Neurociencias, en ese entonces Lorenzo Ponce, pero estuvo allí un tiempo y, según dijo “se lo devolvieron”.  Atribuye ahora a la falta de recursos económicos el no comprar las medicinas que debe tomar el joven y su mayor deseo es que reciba la atención psicológica adecuada.

No lo quiere ver más detrás de las rejas que no le permiten darle su amor, que lo privan de jugar fútbol como antes, de retomar sus sueños de adolescente y de devolverle la sonrisa que rara vez se dibuja en su rostro.

Gelitza

Ayuda
Las medicinas que debe tomar Roger, según su mamá, son costosas. Si usted desea ayudar a esta familia puede comunicarse al número 0990838932, con doña Vilma.

Esta crónica fue publicada en Diario Extra el 22 de julio del 2015  http://www.extra.ec/ediciones/2015/07/22/especiales/las-dos-cruces-de-vilma/ 

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