Ir al contenido principal

Hermanos de sangre y de cáncer

Jonathan es un torbellino de 7 años. Remolinea sin tropiezo por la única habitación que es su casa. El espacio es tan pequeño, que pocos centímetros separan las dos camas de la cocina. Corre por cada recoveco, ondeando sus dedos para tantear en las tinieblas.
El cáncer se alojó en sus ojos y se los extirparon cuando tenía dos años. Es martes 20 de agosto y está más inquieto que de costumbre. Sabe que Pedro, su papá, tocará el piano en un culto de la iglesia. Eso significa que le prestarán el instrumento y lo llevará a casa. Nunca ha tenido dinero para comprar uno.
Viviana, su mamá, lo abraza para que se quede quieto. Le cuesta creer que ese huracán de risas y preguntón es el mismo niño que en 2014, luego de la operación, pasó 12 días sobre una cama, inmóvil y aterrado por la oscuridad.
 -Mamá, está oscuro. Mamá, tengo miedo. Mamá, quiero verte, quiero ver... Le suplicaba y no sabía cómo explicarle lo que era el retinoblastoma. Ni ella misma podía pronunciarlo sin estremecerse de dolor.
Es cáncer de retina, el más común en los niños, seguido de la leucemia. Pero el retinoblastoma es devastador porque es común que se replique entre hermanos, lamenta Juan Carlos Ruiz, jefe del Área de Biología Molecular de la Sociedad de Lucha Contra el Cáncer (Solca).
Viviana eso lo sabe con amargura. Para ella, este tipo de cáncer es una puñal que le han encajado dos veces en la misma herida abierta. Si ya era difícil explicarle a su hijo que esta enfermedad lo dejó ciego, ¿cómo le explicaba que este cáncer también le arrebató la vida a su hermanita mayor, dos años antes de que él naciera?
Janella fue la primera hija de Viviana y Pedro. Le diagnosticaron retinoblastoma en noviembre de 2009, cuando tenía cuatro años. Fue un zarpazo implacable que le quitó la vida dos meses después, el 6 de enero.
Viviana se esfuerza para no llorar. No quiere empañarle a Jonathan la ilusión de la llegada de su papá. Sus carcajadas y gritos han retumbado todo el día en las paredes de bloques de su casa ubicada cerca de la Perimetral de Daule.
“¡Es mi papi!”, chilla y corre hacia la calle. Viviana lo mira extrañado. Aún no se acostumbra al prodigioso oído del niño que le permite saber, antes que nadie, quién llega o se va.
‘Prodigioso’ es el único adjetivo que tiene Pedro para describir a su hijo, quien lo recibe con los brazos abiertos y le pide que desenfunde “¡ya!” el teclado.
Apenas Pedro coloca el piano en la cama, Jonathan lo enciende y prepara con tal destreza, que nadie hubiera sospechado que detrás de sus gafas oscuras, sus cuencas están vacías.
Coloca sus manitos sobre las teclas. El torbellino se calma. La melodía convierte a la habitación en el escenario que Jonathan sueña pisar algún día. La música es lo único que lo mantiene quieto. Está serio, concentrado. A toda la familia se le alegra el alma cuando el niño toca el piano.
Tiene 7 años y ya lo hace mejor que Pedro. Eso dice su padre, quien trató inútilmente de enseñarle las notas cuando tenía 4 años, agarrándole las manos de todas las formas posibles.
-Papá, así no. Tú solo toca para que yo escuche-, le aconsejaba el niño. Y un día, sin darse cuenta ni haberle mostrado cómo, lo escuchó entonar una de esas canciones que él toca en los cultos evangélicos.
Le regalaron un pianito de juguete que terminó destartalado por el uso. Con la música sobrellevó las quimioterapias. La música estuvo ahí cuando, a los 5 años, le dijeron que estaba libre del cáncer.
Y ahora, la música aparece solo cuando a Pedro le prestan un piano. Aunque quisieran comprarle uno, a duras penas les alcanza para cubrir sus necesidades básicas. Pero esos 15 minutos en los que la casa de Pedro y Viviana se vuelve un recital, sirven para alejar el dolor y traer a Janella de vuelta.
A la niña también le gustaba la música. Cuando dijo que era hora de irse de viaje ‘al cielo’, le pidió a Pedro que nunca dejara de tocar. -Yo me voy de viaje, ya no lloren-, les dijo Janella el último día.
Ella y Rosaura, otra niña de 6 años que vivió en Guayaquil, nunca se conocieron, pero le pidió exactamente lo mismo a Estefanía, su mamá, el día en que la leucemia le ganó la batalla.
El 26 de diciembre 2015, justo 14 días después de que Estefanía diera a luz a Elena, su última hija, le dijeron que Rosaura padecía de leucemia. Pasaron ocho meses y con la palabra ‘desahuciada’ en la cabeza, salió del hospital con su hija en brazos. Ambas fueron a casa a vivir el mes más feliz de sus vidas.
Fueron a la playa, jugaron todos los días, tuvo su fiesta de cumpleaños, aunque faltara mucho para la fecha. Rosaura se fue, sonriendo, el 26 de septiembre de 2016.
Y como si el destino se empeñara en cruzar fechas y lugares para torturar a Estefanía, el 26 de diciembre de ese mismo año, su bebé, Elenita, fue internada de emergencia.
La mandaron al piso 4 del hospital Francisco Icaza Bustamante. Ese piso estaba impregnado por las lágrimas de Estefanía. La enviaron al mismo cuarto donde su hermana Rosaurita agonizó.
En cuanto vio la puerta blanca, Estefanía no sintió las piernas y cayó al piso. Empezó a gritar. No tuvieron que decirle que la menor de sus hijas también tenía leucemia. Ella ya sabía que la pesadilla se repetía.
-Tuvieron que venir psicólogos a recogerme. Yo simplemente no podía entrar allí. Me dijeron: ‘Mamá, si usted logra cruzar esa puerta, lo podrá todo’.
Y pudo, por Elena. La niña tiene ahora 3 años. La leucemia no se ha ido, pero Estefanía tiene fe de que lo hará. Confía en lo que Rosaura le susurró al oído antes de irse de viaje: que ella cuidaría a su hermanita desde el cielo.


Gelitza


Esta crónica fue publicada en las ediciones impresas y digitales de Diario Extra y Expreso en agosto de 2019.

Comentarios

Entradas populares de este blog

La vejez trans huele a soledad

Una sonrisa amplia  acentúa aún más los surcos que la vejez han tallado en su rostro cuando revela que tiene 67 años. Es transgénero femenina y, al haber alcanzado esa cifra, puede considerarse una superviviente. La edad de Claudia, cuyo nombre de nacimiento y con el que se enfrenta al mundo es Ismael Yagual, duplica a la del promedio de vida de las mujeres trans en Latinoamérica, que no supera los 35 años. La pena marchita su rostro masculino, en el que extiende el maquillaje con menos frecuencia que antes. Con cada paso que da hacia la vejez, deja atrás a la mujer que desde hace algunos años aparece solo en el desfile del Orgullo Gay o la que fantasea en la soledad de su hogar, usando atrevidos baby dolls que dejan entrever a su piel ajada. Fuera de la puerta de su casa, en la que tintinean las campanillas de un atrapasueños cada que alguien entra o sale, es  Ismael. Su apariencia masculina le ha servido para combatir el dolor de la discriminación. Las cifras que la Comisió

Otro Guayaquil que 'sabe' a bohemia

Decir Guayaquil es prohibido. Es revivir los besos escondidos, el sexo a cambio de dinero, las borracheras e incluso los crímenes que escondía el humo del cigarrillo de un ambiente que se vivió en el centro de Medellín hace más o menos 30 años. A más de 1.500 kilómetros del   puerto principal ecuatoriano, en la capital de Antioquia de Colombia, también hay otro Guayaquil, uno más chiquito, que comprende de siete cuadras de comercio puro, pero al que nadie llama por el nombre de la Perla del Pacífico, sino que la mayoría conoce como El hueco. La transformación de la zona no solo se limita a su nombre. Más de 50 centros comerciales, incontables almacenes donde se oferta a gritos desde una aguja hasta artículos electrónicos, y miles de personas que se multiplican entre las delgadas veredas abarrotadas de vendedores ambulantes, reemplazaron a los bares, casas de citas, burdeles, residenciales, licoreras y cantinas que formaban al barrio Guayaquil ‘paisa’ en el centro de tolerancia má

Ser estríper, su regalo de 18 años

Los dedos fríos y temblorosos de Kathalina Marín se escurrían sobre el tubo de un cabaré del norte de Guayaquil, igual al sudor que chorreaba sobre su piel blanca. Era 1 de agosto de 2015 y bailó como nunca antes. El erotismo brotaba de sus poros en cada contoneo, y las miradas hambrientas de deseo la devoraban. Su show apenas duró cinco minutos. Fue tiempo suficiente para encandilar con su belleza, no solo a los clientes del night club, sino a los propietarios que, sin pensarlo, la contrataron como bailarina erótica. Han pasado tres años y aún la ensordecen los aplausos y chiflidos de aquella presentación. Fue su primera vez, la que la dejó desnuda, con la tanga repleta de billetes y con el corazón acelerado de felicidad. Ese día cumplía 18 años. No quería fiesta, pastel, salidas, nada. Lo único que necesitaba era acudir a ese burdel. Allí mismo, donde meses antes la echaron cuando fue a pedir trabajo, porque era una adolescente. Ahora era diferente. Al fin tenía la mayoría

Translate