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“Llegué a prostituirme con un mendigo por un paquete”

El olor era nauseabundo, pero a Adriana no le importaba. Necesitaba droga, como sea. Un mendigo abrió sus manos mugrosas y le ofreció un paquete de base de cocaína, a cambio de tener sexo con él. Ella aceptó sin pensarlo.

Fue hace un año, en la calle, en lo más recóndito del suburbio de Guayaquil. El olor era nauseabundo, repite Adriana, ensimismada. No sentía nada, no veía nada, solo recuerda su propia fetidez corporal que se mezclaba con la del vagabundo.

Ella también vivió en la calle por la droga. “Llegué a pasar semanas en un parque, sin bañarme, solo consumiendo. Llegué a prostituirme con un mendigo por un solo paquete de base”, repite la chica de 27 años, sin titubear, con una expresión de asco.

Su voz ronca forma un eco en la recepción vacía de la clínica de rehabilitación informal donde está internada desde hace cuatro meses. Es la cuarta vez que pisa una. Las tres primeras obligada por sus padres.

Esta, lo hizo porque ya no podía más con su adicción a la cocaína y la base. Siempre fue a sitios clandestinos, aunque a Lorena Avilés, propietaria de esa institución, no le gusta esa palabra.

Escucha con atención a Adriana y cuenta que hace dos semanas, junto a las 14 chicas que reciben tratamiento antidrogas en su centro, se mudaron hasta un edificio de tres plantas en el norte porteño.

El lugar, que lo está acondicionando para convertirlo en una clínica, tiene todos los requisitos de infraestructura que sugiere la Agencia de Aseguramiento de la Calidad de los Servicios de Salud y Medicina Prepagada (Acess), para obtener el licenciamiento.

Quiere el permiso de funcionamiento que la convertiría en la segunda clínica de rehabilitación privada para mujeres en Guayaquil. La única que existe es la Unidad de Conductas Adictivas (UCA), del Instituto de Neurociencias. Públicas, no hay, como lo publicó EXPRESO el 21 de enero.

“Informales para mujeres hay unas siete en el suburbio”, calcula Lorena, molesta, porque a pesar de que según ella, hay miles de casos como el de Adriana en el Puerto Principal, existen pocos centros femeninos y los requisitos para la legalidad son “muy estrictos”.

Le pide a Adriana que regrese a la terapia psicológica que están recibiendo sus compañeras y que llame a ‘Palillo’. Aparece una mulata robusta, de 18 años. Le pusieron ese sobrenombre porque cuando ingresó al tratamiento, hace cuatro meses, la ‘H’ le había pegado la piel a los huesos.

Habla tan pausado, que parece que se quedará dormida en cualquier momento. “Son los efectos de esa maldita droga, pero ahora mírela cómo está, más gordita. No es ni sombra de lo que fue”, explica Lorena.

La primera vez que esnifó la sustancia tenía 13 años. Se la regalaron en el colegio. Se la dieron gratis tantas veces, hasta que ella empezó a rogar por más. De ahí en adelante se la vendieron.

Pero la ‘H’ no solo fue destruyendo cuerpo, sino su espíritu. De consumir un solo paquete al día, terminó supliendo su necesidad del químico con 12. Cuando el dinero que sus padres le daban se iba todo en drogas, la misma persona que le regaló sus primeras dosis, le ofreció convertirse en vendedora.

Más adelante, a los 16 años, la incentivó a la prostitución para conseguir más dosis. En uno de esos trueques con su cuerpo, quedó embarazada. Lorena acota que la mayoría de chicas que consumen no solo se prostituye, sino que queda encinta durante esas relaciones. Adriana también tuvo un hijo con sus distribuidores.

Ambas sintieron rechazo por el bebé que crecía en su vientre, no solo porque les recordaba lo que habían hecho, sino porque no las dejaba drogarse. Al menos, no tan seguido.

Ni siquiera el día en que nació la hija de ‘Palillo’, cuyo padre está detenido por microtráfico, pensó en dejar las drogas. Sus palabras se le atoran en la garganta porque le avergüenza confesar que llegó a usar a la bebé para que la dejaran salir de casa y poder inhalar. “La llevaba a lugares de consumo”, reconoce y agacha la cabeza.

Meses después ocurriría el hecho que la hundió más en el abismo de la adicción. Su hermano, de apenas 17 años, murió de una sobredosis. También fue consumidor de ‘H’. Lejos de despertar y verse reflejada en aquella espantosa escena que se repite en su mente, ‘Palillo’ prefirió anestesiar su dolor con más y más ‘pases’.

Se queda en silencio unos segundos. Sus ojos negros de pestañas largas y rizadas brillan, pero no bota una sola lágrima. Vuelve a hablar de su niña, porque fue ella la que le cambió la vida.

Una tarde, en aquellos lugares escondidos donde los jóvenes van como zombies a entregar hasta su alma, aquella pequeñita de un año agarró un palo de chupete y se lo metió en la nariz. “Me estaba imitando, fue horrible”, se esfuerza en recordar con los ojos cerrados. Al día siguiente le pidió a sus padres que la internaran.

‘Palillo’ dice que al igual que ella, la mayoría de compañeras de su colegio probaron ‘H’, por “estar a la moda” y que cada vez son más mujeres, más adolescentes y más niñas las que caen en esa red.

Lorena, que tiene más de 14 años trabajando en clínicas de rehabilitación, legalizadas y no legalizadas, dice que la mayoría del tiempo las chicas se dejan llevar por su entorno. Otro grupo llega a ellas para refugiarse de problemas personales o familiares, como le pasó a Adriana.

Tenía 18 años cuando un pase de cocaína le hizo olvidar la tristeza de que su novio la dejara plantada en la oficina del Registro Civil, en la avenida 9 de Octubre, el mismo día de su boda. “Un dolor me llevó a un infierno más profundo”, reflexiona.

Pero jura que esta vez no volverá a escapar. Quiere pelear por su hija. Por ella planea retomar sus estudios en belleza y disipar de a poco los recuerdos, las humillaciones, los delitos que cometió y los olores nauseabundos del pantano en el que se hundió por las drogas.

Gelitza


Esta crónica fue publicada en diario Expreso el 22 de enero de 2019 (https://bit.ly/2CA44Ac) y es la segunda parte del reportaje a continuación sobre falta de centros de rehabilitación públicos para mujeres en Guayaquil.  https://bit.ly/2FK5mwH

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