Ir al contenido principal

Eligieron el acelerador en lugar de los frenos

El pie de Miriam Chávez Carrión se estampó en el acelerador de su taxi en cuanto el pasajero, que había recogido en el centro de Guayaquil, le mostró un revólver empuñado en su mano derecha.

La adrenalina no le dejó medir la velocidad a la que iba o el color de las luces en los semáforos. En un pestañeo, recorrió las más de 20 cuadras que hay desde la calle Capitán Nájera hasta El Oro, donde el grito aterrador del antisocial la hizo frenar a raya.


-¡Tranquila, señora, que era una broma!- le dijo con el rostro pálido y estremeciéndose de miedo.


-Ya pues, si usted me enseña un arma, quiere decir que me quiere matar y si es así, mejor nos morimos los dos- le contestó inmediatamente con una altivez que lo hizo abrir la puerta y desaparecer dando tumbos por las aceras.


A ella, las piernas le temblaban tan fuerte como su corazón, pero no estaba dispuesta a dejarse amedrentar ni una sola vez más.


Desde que empezó a conducir de manera profesional, a los 17 años, la habían asaltado dos veces, había recibido demasiadas burlas por ser una de las pocas mujeres taxistas, había sentido decenas de miradas reprobatorias quemándole la piel y el rechazo de ciertos pasajeros que no querían que ella los llevase.


Ahora tiene 57 años, más de 40 frente al volante, y 28 de ellos sobre taxis. “Trabajar en esto, donde la mayoría son varones, te hace más fuerte”, reflexiona en la fila de vehículos amarillos en la salida del aeropuerto José Joaquín de Olmedo.


Bajo aquella coraza de valentía, que se iba reforzando con los años, se revolvían el miedo y la decepción, sobre todo cuando sabía que las agresiones las recibía por su género, y no por sus habilidades para conducir su vehículo. “A propósito, nunca me he chocado”, presume sacando pecho.


Se acomoda en el asiento del piloto, arregla su guayabera blanca y retoca su labial rojo en el retrovisor. El rugido del motor de su Aveo Family 2012 ahoga la carcajada que le provocó el recuerdo de un pasajero, al que lo bajó ‘en peso’ de su carro cuando este le dijo que no le pagaría el precio que ella estipulaba, sino el que él decía.


“Me dijo: ‘si no te gusta, sácame, si puedes’. Y eso hice. Lo dejé sentadito en la vereda”. Siempre frenteó a las amenazas con valentía, desde que su mamá le pegó el sermón de su vida cuando le dijo que sería chofer de transporte urbano.


-¡Pero eres mujer, las mujeres no manejan buses!- le gritó en ese entonces, hasta que el orgullo reemplazó a la rabia cuando el Congreso Nacional la condecoró por ser una de las primeras chicas que manejaba colectivos, en 1986, cuando ella no pasaba los 25 años.


Sin embargo, hace dos años, decidió afiliarse a la cooperativa de la terminal aérea porteña, donde hay 88 taxistas y ella es la única mujer. Aunque nunca sintió miedo de recorrer las calles en busca de clientes al azar, optó por la seguridad que le da estar en un puesto fijo.


Los años le han sumado confianza, pero también cautela. “Ahora, los delincuentes no ven si eres hombre o mujer. No solo te roban, sino que te matan”, se justifica susurrando con enojo.


Cuando la idea de ser taxista le pasó por la cabeza a Martha Pincay, el tema de la seguridad fue lo primero en lo que pensó. Una amiga suya la instó a inscribir su automóvil familiar en una compañía de taxis ejecutivos.


Allí le explicaron, hace dos años y medio, que esa empresa manejaba una cartera de clientes fijos, y esto reducía las estadísticas de asaltos o agresiones. No lo dudó más y, ante el asombro de sus familiares, desde entonces recorre las calles porteñas con su Aveo Emotion 2017, forrado de accesorios de Hello Kitty.


Tapizado, retrovisor, llaves y tapetes tienen el toque rosado y el tierno rostro de la gatita japonesa. Risueña, la mujer de 38 años, cuenta que sin querer, este se ha convertido en su sello personal y ha ganado clientas estables, a quienes les agrada que su chofer sea de su mismo género.


“A la mayoría les gusta que otra mujer las lleve”, según ella, porque el trayecto se convierte en una especie de confesionario móvil, donde hay charlas, risas, revelaciones y hasta desahogos de parte y parte.


Ningún recuerdo negativo ha manchado hasta ahora su experiencia en el taxismo. Duda unos segundos antes de continuar con una anécdota que ahora la cuenta con humor, pero que en ese entonces la hizo sentir incómoda.


Un penetrante olor a licor acompañaba aquella noche a un ejecutivo que ya había cargado en su ‘taxi-Kitty’.


Como era conocido, decidió llevarlo. En el trayecto, empezó a decirle frases insinuantes que prefiere no detallar. “Se pasó de la raya”, insiste y explica no le dio miedo, si no coraje.


De rabia, lloró muchas veces y por las mismas razones que blindaron a Miriam. Su género ha provocado que la ignoren, que duden de su capacidad automotriz y hasta que la acosen, pero esto se desvanece con la valentía de atreverse a cambiar costumbres y reclamar derechos.


Como lo hizo en sus primeros días, cuando notó que por ser mujer no le asignaban carreras en la central de radio. “Fui a hablar con ellos y de ahí todo cambió”, habla orgullosa.


A Patricia González, el taxismo la ‘tentó’ por los ingresos económicos y la flexibilidad en los horarios. Dejó su trabajo como consultora en un instituto de inglés y se afilió a una cooperativa de servicio ejecutivo.


No tiene ni un año, pero ya no piensa en hacer otra cosa. Este oficio la cautivó, pero aún no supera la sensación de sentirse ‘extraña’ cuando los usuarios abren la puerta y la miran con los ojos desorbitados.


“Más es la cara de asombro, pero en cambio otras, en su mayoría mujeres, se alegran, se enorgullecen mucho y me dicen: ‘qué chévere’ (que haya taxistas mujeres), me parece perfecto que ahora estamos de igual a igual con los hombres”, repite entusiasmada.


Pero las cifras no reflejan esa equidad. Según Georgie Mera, presidente de la Unión de Taxistas del Guayas, de los 12 mil afiliados al gremio en esa provincia, un 10 por ciento son mujeres.


No obstante, cada vez hay más dirigentes femeninas. “La cifra varía porque unas trabajan un tiempo y luego lo dejan. Después se deciden otra vez y lo retoman”, indica.


A Miriam, Martha y Patricia jamás se les pasó por la mente dejar de trabajar. Al contrario, en el caso de la primera, tal vez porque tiene más años en el oficio, la idea de retirarse le sabe a nostalgia.


Está convencida de que conducirá hasta que el cuerpo se lo permita y cuando no, sueña con dirigir una especie de ‘escuela’ para preparar a las mujeres que quieran ser choferes como ella.


Y no, no habla de enseñarles a manejar solamente, sino de motivarlas, de decirles que no hay límites, que no hay ‘oficios de hombres’ y que, si de sus aspiraciones se trata, se atrevan a elegir el acelerador en lugar de los frenos.



Gelitza 



Esta crónica fue publicada en la edición impresa y digital de diario EXTRA el 5 de agosto de 2018.

Comentarios

Entradas populares de este blog

La vejez trans huele a soledad

Una sonrisa amplia  acentúa aún más los surcos que la vejez han tallado en su rostro cuando revela que tiene 67 años. Es transgénero femenina y, al haber alcanzado esa cifra, puede considerarse una superviviente. La edad de Claudia, cuyo nombre de nacimiento y con el que se enfrenta al mundo es Ismael Yagual, duplica a la del promedio de vida de las mujeres trans en Latinoamérica, que no supera los 35 años. La pena marchita su rostro masculino, en el que extiende el maquillaje con menos frecuencia que antes. Con cada paso que da hacia la vejez, deja atrás a la mujer que desde hace algunos años aparece solo en el desfile del Orgullo Gay o la que fantasea en la soledad de su hogar, usando atrevidos baby dolls que dejan entrever a su piel ajada. Fuera de la puerta de su casa, en la que tintinean las campanillas de un atrapasueños cada que alguien entra o sale, es  Ismael. Su apariencia masculina le ha servido para combatir el dolor de la discriminación. Las cifras que la Comisió

Otro Guayaquil que 'sabe' a bohemia

Decir Guayaquil es prohibido. Es revivir los besos escondidos, el sexo a cambio de dinero, las borracheras e incluso los crímenes que escondía el humo del cigarrillo de un ambiente que se vivió en el centro de Medellín hace más o menos 30 años. A más de 1.500 kilómetros del   puerto principal ecuatoriano, en la capital de Antioquia de Colombia, también hay otro Guayaquil, uno más chiquito, que comprende de siete cuadras de comercio puro, pero al que nadie llama por el nombre de la Perla del Pacífico, sino que la mayoría conoce como El hueco. La transformación de la zona no solo se limita a su nombre. Más de 50 centros comerciales, incontables almacenes donde se oferta a gritos desde una aguja hasta artículos electrónicos, y miles de personas que se multiplican entre las delgadas veredas abarrotadas de vendedores ambulantes, reemplazaron a los bares, casas de citas, burdeles, residenciales, licoreras y cantinas que formaban al barrio Guayaquil ‘paisa’ en el centro de tolerancia má

Ser estríper, su regalo de 18 años

Los dedos fríos y temblorosos de Kathalina Marín se escurrían sobre el tubo de un cabaré del norte de Guayaquil, igual al sudor que chorreaba sobre su piel blanca. Era 1 de agosto de 2015 y bailó como nunca antes. El erotismo brotaba de sus poros en cada contoneo, y las miradas hambrientas de deseo la devoraban. Su show apenas duró cinco minutos. Fue tiempo suficiente para encandilar con su belleza, no solo a los clientes del night club, sino a los propietarios que, sin pensarlo, la contrataron como bailarina erótica. Han pasado tres años y aún la ensordecen los aplausos y chiflidos de aquella presentación. Fue su primera vez, la que la dejó desnuda, con la tanga repleta de billetes y con el corazón acelerado de felicidad. Ese día cumplía 18 años. No quería fiesta, pastel, salidas, nada. Lo único que necesitaba era acudir a ese burdel. Allí mismo, donde meses antes la echaron cuando fue a pedir trabajo, porque era una adolescente. Ahora era diferente. Al fin tenía la mayoría

Translate