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Mujeres desafiaron a un mar de estereotipos

El día en que Mery Alcívar decidió adentrarse en el océano sobre la embarcación pesquera de su esposo, los chismes entre los demás pescadores de su natal Crucita, retumbaron en sus oídos como el bramido de las olas reventando en la playa.

La acusaron de todo. Que su deseo de ser pescadora no era más que un disfraz para sus celos y estar pegada al marido, o que una mujer no podía meterse en cosas de hombres. Esto último le revolvía más el estómago que las mareas altas que la estrenaron en el arte de la pesca hace 12 años.

“Si el mar no está viendo quién entra”, chirría su voz aguda atravesando la sonrisa desdentada, que le da un aspecto aún más frágil a sus 1,42 metros de estatura. Apariencias, de frágil solo tiene el pelo canoso. Sus manos pobladas de callos, por la fricción de las sogas, levantan redes repletas de langostinos y pámpanos, “hasta cuando hay corrientes”, aclara orgullosa.

Antes de aceptar la propuesta de su amado Francisco Tuárez de convertirse en su compañera de faenas, ya sabía todo sobre las labores en alta amar.  Nació y creció hace 49 años entre redes, trasmallos y las enseñanzas de su papá Benito. También fue pescador de la parroquia de la capital manabita, donde lo más cerca que una mujer podía estar de la pesca era en los desbuchaderos arropados por gaviotas a lo largo de la playa. 

Perfumada del olor penetrante de las tripas recién extraídas y con el pelo escarchado de escamas de sardinas, Ángela Palacios, se muere de risa cuando le preguntan por las señoras que laboran en alta mar sacando el pescado, que luego ella estregará con un cuchillo.  “Aquí no hay pescadoras, hay pecadoras”, bromea y suelta una carcajada incrédula frente a la cifra de la Federación de Organizaciones Pesqueras y Análogos del Ecuador (Fopae), que registra que de los 8 mil pescadores en Crucita, 120 son mujeres.

Pero sí hay. Incluso a pocos metros, Mery arrastra a diario sus pies morenos y desnudos por la arena caliente. Se enfunda en una pantaloneta y una camiseta holgada y se trepa junto a Francisco a la ‘María Mercedes Guadalupe’ como bautizó a la lancha en honor a las tres hijas que tuvo con él. “Ni un solo día he dejado de salir (a pescar)”, asiente con una altivez que segundos después se encierra en un halo de tristeza. Hace siete años, y con el dolor de su alma, relata, se despidió del océano cuando el médico que dijo que tenía cirrosis. Esto no le dolió tanto como la advertencia de que no debía volver a pescar.

A medida que se adentran en la inmensidad, a las 16:30 de un miércoles nublado que le da tregua a su piel tostada, la marejada convierte al  ‘María Mercedes Guadalupe’ en una hamaca. 
El vaivén huele a vómito. Siempre que las olas la zarandean, recuerda que lo que más le costó fue controlar el mareo en la primera semana de su vida como pescadora. Las arcadas no aparecieron más, hasta que su hígado enfermó, se lamenta con la mirada clavada en los destellos sobre las olas ennegrecidas por la noche. 

A las 19:00, lo único que ilumina su rostro cuarteado es la luz tenue del foco que le indica dónde echó las redes. Es hora de alzarlas y mientras se calza un par de botas de caucho y se envuelve en plástico para no mojarse, cuenta que acató la orden médica solo un par de días, porque en la casa su enfermedad aumentaba.

Volvió a formar parte de ese 1,5 por ciento de pescadoras que, en su mayoría acompañan a sus maridos.  “Esto es porque ellos se quedan sin trabajar, porque no hay nadie que los acompañe”, explica Monserrate Zambrano, rodeada de trasmallos, canecas de combustible, chalecos salvavidas y demás implementos pesqueros que adornan el patio de su casa, en la misma parroquia.

Aprendió tan bien el oficio, mirando a su cónyuge Melquiades Alcívar, que ahora es quien se encarga de educar y guiar a los nuevos pescadores que llegan a trabajar con ellos. La primera vez en alta mar de la costeña, de 51 años, fue hace 20 años, 8 antes que Mery, y asimismo se convirtió en el centro de comentarios de sus vecinos por desafiar a la costumbre. Tres décadas después, y con cuatro embarcaciones como patrimonio familiar, le  cerró la boca a quienes le dijeron que por ser mujer no podría.

A 133 kilómetros al sur de Crucita, en la parroquia Machalilla, de Puerto López, Yuryiz Gómez repite la historia de Mery y Monserrate. En ese cantón, de las 5 mil personas que pescan, 200 son mujeres, y ser parte de aquel 4 por ciento, no solo la llena de orgullo, sino también le hincha el pecho a su esposo y colega Miguel Urrunaga.

Sabía que no era una labor fácil, pero le desesperaba que el amor de su vida saliera solo en las madrugadas, sobre todo por el aumento de la piratería que los aterroriza en la zona. “Pero gracias a Dios, nunca nos ha pasado nada malo”, respira hondo y sube la red que lanzó al mar minutos antes. 
Jalar la malla es lo más duro, confiesa, sobre todo cuando el pámpano, que captura desde hace 5 años, atiborra el nylon y el peso le parte la espalda. 

Abre las piernas para mantener el equilibro sobre la parte delantera de su bote. Su pelo largo, agarrado en una cola, le azota la cara, pero esto no detiene a la señora de 46 años.
Recoger el pescado ha fortalecido sus brazos rollizos y bronceados, pero ha estropeado sus manos, al igual que la manicura de Alexandra Peña, otra pescadora del sitio Los Ranchos, en Portoviejo.

El esmalte rojo resalta descamado en sus dedos lánguidos cuando agarra los peces sueltos en el fondo de la ‘Niña Lisbeth’, la fibra que el papá de la joven, de 24 años, bautizó con su segundo nombre.
Apenas la embarcación toca la arena, se desamarra la camiseta que le protege el rostro del sol y su cabello largo, enmarañado en un moño, resalta entre los hombres que ayudaban a bajar la carga.

No solo su género, sino su juventud, sorprenden en Los Ranchos, donde la mayoría de mujeres que se han dedicado a este oficio sobrepasan los 40 años y por lo general, salen a sus faenas acompañadas de sus convenientes. Ella es soltera y la pesca no solo significa una herencia de su padre, sino también independencia económica.  Desde que se animó a poner en práctica todo lo que su progenitor le enseñó, hace dos años, no piensa en hacer otra cosa. 

Mery también es una de las pocas pescadoras que ha faenado sola. La diabetes de Francisco por poco le cuesta un pie en 2016, se acuerda mientras saca a un langostino atorado en su red. El pescador estuvo un año con la extremidad inservible y no había dinero en casa ni para las medicinas o comida. 

No lo dudó. Contrató a alguien para que le manejara el motor y volvió a desafiar a los estereotipos.
Francisco aún siente molestias en el pie, pero está consciente de que sin la inagotable fuerza de su compañera, no hubiera vuelto a sentir la brisa marina sobre el rostro. La mira con una sonrisa más brillante que la luna sobre sus cabezas. Han terminado de alzar las redes y saca el agua que ha entrado en el bote con una botella plástica cortada a la mitad.

Son las 21:00 y el viento se clava helado en su piel mojada. Mery cuenta los langostinos, cuyos ojos lanzan destellos rojizos en cuanto la luz se refleja en ellos, como el de los gatos en la oscuridad. Agarra uno y lo levanta, como si se dirigiese a él para explicarle lo feliz que es por haberse convertido en pescadora. “Esto es lo que me distrae, no me hace pensar en la enfermedad”.

Sus ojos vuelven a buscar un punto en las tinieblas y dice convencida que el alivio de sus males está en la belleza del mar, de las gaviotas y de las centenas de ocasos y amaneceres de los que ha sido testigo sobre la ‘María Mercedes Guadalupe’, que navega veloz hacia la orilla.


Gelitza

Esta crónica fue publicada en Diario EXTRA el 15 de junio de 2018.

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