Tuvo que pasar una hora para que Elvia Villacís detuviera su llanto desgarrador. Había cumplido con la promesa que hizo, pero con el más amargo sabor de boca: trajo de vuelta a casa a su ñaño Óscar, pero dentro de un ataúd. El reloj marcaba las 15:00 en punto del viernes 6 de julio de 2018, cuando la pesadilla se volvió realidad.
Los familiares del joven que fue secuestrado y asesinado junto a su novia Katty Velasco el pasado 11 de abril de 2018 por disidentes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) se chocaron de frente con su féretro, envuelto en plástico, que ingresaba sobre los hombros de seis policías.
Los gritos de Elvia, fundida en un abrazo con su papá, eran una punzada de dolor que quebraba a los presentes. "¡Yo te lo quería devolver vivo y no pude!", lloraba. Si aún existía un halo de esperanza en aquella casa de Santo Domingo de los Tsáchilas, de volver a escuchar los chistes y bromas de Óscar, aquella imagen las pulverizó.
Durante una hora no hubo más que lamentos, reproches, frustración y profunda tristeza. Elvia tuvo que alejarse del tumulto y refugiarse en la casa de su hermana Zulay para llorar todo lo que se había contenido. "Siempre estaba allí para ayudarlo y esta vez no pude", se incriminaba.
A las 16:00 aún sollozaba. Con la mirada perdida, sentada en un mueble junto a su papá Héctor Villacís, se dejó contagiar por los recuerdos alegres que sus demás parientes evocaban. No hay otra forma de describir al muchacho, de 24 años, que murió desangrado y luego fue arrojado a una fosa junto a su amada. "Era el más bromista, el más alegre", dijo eclipsada por la pena.
Seis horas antes, cuando la casa estaba vacía y esperaban la llegada del cadáver, don Héctor también enumeraba las picardías del quinto de sus siete hijos y reía. Las comisuras de sus labios intentaban formar una sonrisa, pero el dolor lo frenaba. Sus ojos rojos e hinchados de llorar apuntaban al lugar donde reposaría la caja. Eran las 10:30 y para acelerar las manecillas del reloj, recordaba junto a su otra hija Zulay las ‘locuras’ del muchacho, que fue sepultado en el cementerio general de Santo Domingo.
La tristeza le impedía soltar una carcajada y solo movía la cabeza en señal de aprobación, mientras Zulay tejía en su mente los recuerdos del 7 de abril pasado. Aquel día y sobre el mismo patio en que velaría a su ñaño ayer, hicieron la última gran fiesta a la que Óscar asistió.
Era un bautizo, y la celebración estuvo tan buena, que el joven "bailó hasta reguetón", apuntó con asombro. Le gustaba pegarse sus tragos de vez en cuando, pero bailar, poco. Óscar estaba tan feliz, que ese mismo día les confesó que también soñaba con bautizar a la menor de sus dos hijos, una niña de 9 meses de nacida.
Aquella pequeñita, insistió Elvia, ahora es su responsabilidad, pues era Óscar quien veía que nada le faltase. También se encargará de cumplir lo que ahora creen que fue su última voluntad, el bautizo. Las lágrimas seguían rodando por su rostro opaco y repetía que ahora esa era su nueva lucha. "Ese día él nos dijo que era su sueño, que quería celebrarla así, pero que estaba chiro. Nosotros le dijimos que entre todos lo ayudaríamos…", contaba Zulay cuando la música que acompaña al flash informativo de un noticiario interrumpió el relato.
El momento más amargo llegó: los cadáveres arribaron a Quito, a las 11:00. Los parientes que conversaban bajo la lona blanca de la capilla ardiente corrieron al interior de la casa de la mujer, de 39 años, a postrarse frente al televisor.
Héctor y Zulay parecían no parpadear con la mirada clavada en la pantalla. Seguían al avión que fue recibido con un arco de agua. Fue inmediato, apenas vieron descender las cajas selladas, la certeza de la muerte humedeció sus rostros y el llanto ahogó las risas.
Melisa Macías, otra allegada, corrió a buscar valeriana para ambos, en especial para Héctor que sufre de diabetes y de la presión. "Cálmese", le decía inútilmente al hombre de 62 años, que sentía el dolor de ver por primera vez la caja en la que dormirá eternamente su hijo.
Durante los cinco minutos siguientes solo los sollozos interrumpían el silencio en la casita de bloques, hasta que sonó el celular de Zulay. Era Elvia, quien llamaba para avisarles que la caravana ya iba en camino a Santo Domingo, a la avenida Río Lelia y Lorena, donde vivió, donde hacía sus bromas, donde llegaba y salía en su moto y donde no volverán a escuchar sus risas.
El calmante hizo su trabajo y en cuanto apagaron el televisor, Héctor se levantó, se secó las lágrimas, y caminó al patio para sentarse frente al altar mortuorio de su hijo. El resto de la familia aguardó dentro de casa. Estuvo solo por unos minutos, meneando el café con el que solo mojaba sus labios.
Poco a poco, sus otros parientes lo rodearon. Despegó la mirada del suelo cubierto de arena en cuanto volvieron a hablar de las ocurrencias de Óscar. Escuchaba ensimismado y su sonrisa cuarteada volvía a aparecer por última vez en esa tarde, en la que recibiría de vuelta a su hijo para luego despedirlo para siempre.
Gelitza
Esta crónica fue publicada por Diario EXTRA el 7 de junio de 2018.
Los familiares del joven que fue secuestrado y asesinado junto a su novia Katty Velasco el pasado 11 de abril de 2018 por disidentes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) se chocaron de frente con su féretro, envuelto en plástico, que ingresaba sobre los hombros de seis policías.
Los gritos de Elvia, fundida en un abrazo con su papá, eran una punzada de dolor que quebraba a los presentes. "¡Yo te lo quería devolver vivo y no pude!", lloraba. Si aún existía un halo de esperanza en aquella casa de Santo Domingo de los Tsáchilas, de volver a escuchar los chistes y bromas de Óscar, aquella imagen las pulverizó.
Durante una hora no hubo más que lamentos, reproches, frustración y profunda tristeza. Elvia tuvo que alejarse del tumulto y refugiarse en la casa de su hermana Zulay para llorar todo lo que se había contenido. "Siempre estaba allí para ayudarlo y esta vez no pude", se incriminaba.
A las 16:00 aún sollozaba. Con la mirada perdida, sentada en un mueble junto a su papá Héctor Villacís, se dejó contagiar por los recuerdos alegres que sus demás parientes evocaban. No hay otra forma de describir al muchacho, de 24 años, que murió desangrado y luego fue arrojado a una fosa junto a su amada. "Era el más bromista, el más alegre", dijo eclipsada por la pena.
Seis horas antes, cuando la casa estaba vacía y esperaban la llegada del cadáver, don Héctor también enumeraba las picardías del quinto de sus siete hijos y reía. Las comisuras de sus labios intentaban formar una sonrisa, pero el dolor lo frenaba. Sus ojos rojos e hinchados de llorar apuntaban al lugar donde reposaría la caja. Eran las 10:30 y para acelerar las manecillas del reloj, recordaba junto a su otra hija Zulay las ‘locuras’ del muchacho, que fue sepultado en el cementerio general de Santo Domingo.
La tristeza le impedía soltar una carcajada y solo movía la cabeza en señal de aprobación, mientras Zulay tejía en su mente los recuerdos del 7 de abril pasado. Aquel día y sobre el mismo patio en que velaría a su ñaño ayer, hicieron la última gran fiesta a la que Óscar asistió.
Era un bautizo, y la celebración estuvo tan buena, que el joven "bailó hasta reguetón", apuntó con asombro. Le gustaba pegarse sus tragos de vez en cuando, pero bailar, poco. Óscar estaba tan feliz, que ese mismo día les confesó que también soñaba con bautizar a la menor de sus dos hijos, una niña de 9 meses de nacida.
Aquella pequeñita, insistió Elvia, ahora es su responsabilidad, pues era Óscar quien veía que nada le faltase. También se encargará de cumplir lo que ahora creen que fue su última voluntad, el bautizo. Las lágrimas seguían rodando por su rostro opaco y repetía que ahora esa era su nueva lucha. "Ese día él nos dijo que era su sueño, que quería celebrarla así, pero que estaba chiro. Nosotros le dijimos que entre todos lo ayudaríamos…", contaba Zulay cuando la música que acompaña al flash informativo de un noticiario interrumpió el relato.
El momento más amargo llegó: los cadáveres arribaron a Quito, a las 11:00. Los parientes que conversaban bajo la lona blanca de la capilla ardiente corrieron al interior de la casa de la mujer, de 39 años, a postrarse frente al televisor.
Héctor y Zulay parecían no parpadear con la mirada clavada en la pantalla. Seguían al avión que fue recibido con un arco de agua. Fue inmediato, apenas vieron descender las cajas selladas, la certeza de la muerte humedeció sus rostros y el llanto ahogó las risas.
Melisa Macías, otra allegada, corrió a buscar valeriana para ambos, en especial para Héctor que sufre de diabetes y de la presión. "Cálmese", le decía inútilmente al hombre de 62 años, que sentía el dolor de ver por primera vez la caja en la que dormirá eternamente su hijo.
Durante los cinco minutos siguientes solo los sollozos interrumpían el silencio en la casita de bloques, hasta que sonó el celular de Zulay. Era Elvia, quien llamaba para avisarles que la caravana ya iba en camino a Santo Domingo, a la avenida Río Lelia y Lorena, donde vivió, donde hacía sus bromas, donde llegaba y salía en su moto y donde no volverán a escuchar sus risas.
El calmante hizo su trabajo y en cuanto apagaron el televisor, Héctor se levantó, se secó las lágrimas, y caminó al patio para sentarse frente al altar mortuorio de su hijo. El resto de la familia aguardó dentro de casa. Estuvo solo por unos minutos, meneando el café con el que solo mojaba sus labios.
Poco a poco, sus otros parientes lo rodearon. Despegó la mirada del suelo cubierto de arena en cuanto volvieron a hablar de las ocurrencias de Óscar. Escuchaba ensimismado y su sonrisa cuarteada volvía a aparecer por última vez en esa tarde, en la que recibiría de vuelta a su hijo para luego despedirlo para siempre.
Gelitza
Esta crónica fue publicada por Diario EXTRA el 7 de junio de 2018.
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